El cuadro de las letras
Autor de una de las indiscutibles Grandes Novelas Americanas (los cuatro libros más coda de Harry Conejo Angstrom) John Updike se ha dado, a lo largo de su carrera, el merecido lujo de intentar variados estudios que trasciendan la nada muerta naturaleza del homo-wasp: ese animal blanco, anglosajón y protestante. Así también tenemos el Updike judío à la Philip Roth (los relatos del escritor Harry Bech), el historicista (Memorias de la Administración Ford y La belleza de los lirios), el mitologizante y cheeveriano (El centauro), el "extranjero" (El golpe y Brasil), el marca Shakespeare (Getrudis y Claudio), el que flirtea con lo fantástico y futurista (Las brujas de Eastwick y Hacia el final del tiempo) o el ciber-religioso (la magistral La versión de Roger).
BUSCA MI ROSTRO
John Updike
Traducción de Jordi Fibla
Tusquets. Barcelona, 2004
318 páginas. 17 euros
En cualquier caso todo parece indicar que, cerca del crepúsculo, a este fértil autor ya no le interesa tanto aquello que le dio fama en su juventud (farsas sexuales como Parejas o las crónicas del matrimonio Maple); prefiriendo ocuparse -aunque la carne siempre esté cerca- de los efectos de la edad y la esquiva naturaleza de Dios. Sí ha mantenido intacta una de las prosas más sensualmente "visuales" a este lado de Nabokov (alguien dijo con razón que la figurativa prosa de Updike sería la mejor herramienta para explicarle a un ciego lo que es la abstracción de la luz) así como constante su interés por el mundo del arte. Prueba de ello es Just Looking (1989) que reúne sus ensayos sobre el tema y donde concluye que escritor y pintor "utilizan diferentes herramientas para canalizar un mismo impulso".
Busca mi rostro -vigésima novela entre sus 56 libros- profundiza en esa apasionada certeza narrando, con formato de entrevista salpicada de reflexiones silenciosas, una suerte de historia alternativa y oral del expresionismo abstracto y del pop art. El planteo no llega a ser tan desaforado como lo que Salman Rushdie hiciera con el rock en El suelo bajo sus pies, pero tampoco está demasiado lejos; aunque las intenciones sean muy diferentes. Donde Rushdie buscaba una celebración sónica y alucinógena, Updike -como ya lo hiciera, con modales casi opuestos pero igualmente efectivos, Kurt Vonnegut en su formidable Barbazul- pinta una suerte de elegía a la Edad de Oro de la plástica norteamericana lamentándose por cómo lo productivo acaba siendo, siempre, devaluado a producto.
En una breve nota, Updike
advierte de que "esto es una obra de ficción, y nada de cuanto contiene es necesariamente cierto". Pero a continuación cita bibliografía consultada y, sí, la anciana pintora Hope Chafetz -viuda del action-painter Zack McCoy, en conversación con una joven periodista- no demora en ser reconocida como Lee Krasner, viuda de Jackson Pollock. Y Guy Holloway, su segundo marido, es enseguida legitimado como una interesante amalgama de Jasper Johns, Robert Indiana, Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg y Andy Warhol. El empresario Jerry Chafetz -esposo número tres- funciona como catalizador de todos esos tan astutos como visionarios coleccionistas. Picasso, claro, se llama Picasso. Updike los rescata y los reescribe con la mirada piadosa y épica que se dedica a los mejores mitos -tal vez por eso el título invocando el Salmo 27 y aludiendo a la visión imposible pero inspiradora de los rasgos de Dios- a la vez que, sin apartarse demasiado de lo documental, insinúa cuestiones como la naturaleza macho de la pintura, el lugar secundario de las hembras en todo esto y las breves vidas de credos y estéticas.
Al anochecer, cuando Hope Chafetz "tiene la boca seca por haber hablado tanto" y experimenta "la sensación de simultaneidad comprimida" por la retrospectiva de tantas vidas y tantos cuadros, el lector comprende que Updike ha colgado en la pared otro libro distinguido y distinto. Un roman-à-clef poco preocupado por mantener el secreto de sus claves y, afortunadamente, irreconciliable con esas burdas falsificaciones para las masas firmadas por Tracy Chevalier & Co. Las últimas páginas de Busca mi rostro vuelven a descubrirnos lo que ya tantas veces miramos pero nunca nos cansamos de ver: la obra de un artista único y mutante. Alguien poseedor de la sabiduría de lo tardío que, no por eso, ha resignado la audaz potencia de quien recién comienza con un trazo y un estilo que sólo pueden catalogarse como los de un invaluable clásico moderno. Un Updike auténtico.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.