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Columna
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Cámaras

En el último congreso del PSPV, celebrado en Castellón, se ha replanteado la naturaleza de las Cámaras de Comercio. Parece que son como la "bicha de Balazote", que emerge ante la carencia de ideas. La polémica que ahora se trata de reverdecer es antigua, carece de sentido y tiene muy escasas posibilidades de prosperar.

Las Cámaras de Comercio son corporaciones de derecho público y fueron refrendadas mediante la Ley de 1993 -en pleno mandato de Felipe González- que sustituyó a la más que obsoleta de 1911, pero llegó demasiado tarde, cuando ya había prendido la llama de la rebelión contra estas instituciones en toda España, liderada desde CEOE por José María Cuevas.

Resulta curiosa la coincidencia de esta tesis contraria a la pertenencia necesaria de las empresas a las Cámaras, con las posiciones del incombustible presidente de CEOE, cuyos orígenes arrancan de épocas preconstitucionales.

Si la pertenencia de las empresas a las Cámaras de Comercio es obligada, también se impone el pago de cuotas. Esta decisión equipara el pago a un tributo más, que las empresas han de satisfacer para respaldar su pertenencia a las cámaras y, por tanto, para poder demandar de estas entidades los servicios que pueden y deben exigir de ellas. No se ha de olvidar, por parte de los responsables socialistas, que las Cámaras son instituciones eminentemente empresariales. ¿A qué viene ahora meterse en este berenjenal cargado de contradicciones del que va a resultar casi imposible salir airoso?

Alguien debiera haberse enterado de que esta disputa ya se zanjó definitivamente con la sentencia del Tribunal Constitucional, en abril de 1966, cuyo dilatado proceso de información, deliberación y fallo ocasionó irreparables perjuicios a las Cámaras. De acuerdo con aquella sentencia, las empresas han de pertenecer y pagar necesariamente a su Cámara de Comercio. No tiene sentido replantearse de nuevo una cuestión que no admite vuelta atrás en el ordenamiento constitucional vigente.

Lo que sí se puede revisar y actualizar es el funcionamiento y la financiación de las Cámaras, su sistema electoral, la parte legislativa y reglamentaria que compete a la administración que, en caso de la Comunidad Valenciana, tiene todas las competencias transferidas a la Generalitat.

No tiene sentido que el debate se centre en la naturaleza de las cámaras, sino en una decidida gestión del cambio que necesariamente se habrá de llevar a cabo en ellas para actualizar su papel en la sociedad de hoy, con el fin de que sean útiles a las empresas y beneficiosas para los intereses generales de la economía.

Lo malo no son las cámaras ni su naturaleza, sino la mediatización política ejercida por los gobiernos que pretenden a menudo intervenir en su funcionamiento, desde el desconocimiento de sus posibilidades, sin tener en cuenta las opiniones de los expertos y totalmente ajenos a la problemática y a las necesidades reales de las empresas.

No se puede afrontar el futuro de unas instituciones centenarias con frivolidad y sin haber sopesado las consecuencias de unas propuestas que, en vez de proteger a la mayoría de las empresas, las abandonan ante la avidez de quienes desean monopolizar la representación del colectivo empresarial, por unos procedimientos de escasa credibilidad democrática.

Esta guerra ya ha dejado muchos muertos y heridos. Cada episodio tiene unas connotaciones, pero fatalmente reaparece ese compañero de viaje nefasto que es la ignorancia. La sociedad necesita entidades intermedias prestigiosas y consolidadas que la protejan ante los desaprensivos que quieren acaparar poder a cualquier precio. Los principios, la ética y la historia todavía son referentes para salvaguardar nuestra integridad. Si se quiere que los intereses de las empresas puedan ser atendidos con visión de conjunto y sin partidismos, las Cámaras son el único instrumento para conseguirlo desde su independencia.

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