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Columna
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Amor cibernético

La conoció por internet, lo cual es una nueva manera -inédita hasta ahora- de conjugar el sentido bíblico del verbo conocer. Tres semanas antes había respondido a un anuncio del periódico que le ofrecía conexión ADSL ultrarrápida de banda ancha más una cafetera eléctrica y un reloj despertador, todo ello al precio irrisorio de veinte euros mensuales. Una ganga.

El ciberespacio revolucionó su vida solitaria y al poco tiempo viajaba por la pantalla del PC con la misma soltura que un astronauta al mando de su nave. No tardó en iniciar una frenética correspondencia por correo electrónico con los miembros de diversos foros de discusión, en donde lo mismo se divagaba sobre guerras petroleras que sobre las tetas de Sara Montiel; además, hizo nuevas amistades en los cuatro continentes y, sobre todo, descubrió el chat. ¡Ah, el chat!

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Su vida sentimental cambió de signo cuando alguien le comentó las virtudes del último portento tecnológico en cibercomunicación instantánea, el Messenger. Sin dudarlo, descargó el software, lo instaló en el disco duro y empezó a chatear con su primo Alfonso, el testigo de Jehová. Por supuesto, aquellas conversaciones escritas en tiempo real perdieron pronto cualquier interés, pues no hay cosa más aburrida que soportar al plasta de Alfonso con sus rollos de la Biblia. Pero como unas cosas llevan a otras, se enteró pronto de que el ciberespacio alberga miles de mujeres dispuestas a chatear sobre lo que él más añoraba, el amor. Bendito internet.

Y, de hilo en ovillo, la encontró. A pesar del sugerente seudónimo que ella utilizaba para firmar -Embriagadora-, parecía tímida al principio y tardó un par de sesiones en entrar en faena, pero cuando lo hizo resultó ser una hembra desinhibida, que lo dejaba al borde del colapso con un repertorio infinito de deliciosas guarrerías -cuyo único defecto era su carácter virtual, no real-, provocadoras infalibles de un consuelo inmediato tras el chat.

La temperatura fue subiendo entre los dos, el calor del verano también. Embriagadora, de manera casual, le comentó una vez que solía bañarse topless en la Malva-rosa y él supo entonces que ella era de Valencia. Aprovechó la ocasión para meter cuña: "Oye, pues yo vivo en Cuenca. ¿Por qué no concertamos un encuentro de verdad?".

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Se pusieron de acuerdo. La cita fue el mes de julio, pongamos el 27, en el paseo de la playa, frente al chiringuito de L'Estimat. Él llegó por la mañana y se alojó en el Astoria. Preparó el acontecimiento con esmero: corte de pelo a la navaja, fragancia Calvin Klein for men, triple cepillado de dientes, calzoncillos limpios y un paquete de doce preservativos que compró en la farmacia de la esquina. "Que se jodan los obispos", pensó con sarcasmo al echárselo al bolsillo.

Fue en taxi hasta la Malva-rosa. Las piernas le temblaban cuando llegó al paseo. Allí, junto a la farola convenida, vio una silueta femenina con el clavel rojo en la mano. Era ella. "A la mierda la virginidad", dijo entre dientes, "que treinta y cinco años son muchos años, leche".

El miedo y la alegría se le agolparon en la garganta. Deseaba al mismo tiempo huir y abrazarla, pero a aquellas alturas ya no era posible dar marcha atrás. Apretó el paso, forzó una sonrisa y se abandonó al destino.

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