Enfermos imaginarios
Por lo que nos cuesta a todos la sanidad, pública y privada, se diría que tenemos una mala salud de hierro. Pagamos -y en agosto ya pagaremos más- pero vivimos más que nunca. Son hechos contrastados. A más dinero, más vida, más salud: esa podría ser la conclusión elemental. Ser rico sería, pues, un factor saludable. Es muy fácil de entender si pensamos que el dinero lo cura todo y nos olvidamos de que la salud es un gran negocio.
Sólo un rico ocioso puede estar toda su vida de aquí para allá, de médico en médico, de chequeo en chequeo, para detectar el primer síntoma de la menor anomalía y atajarla a tiempo. Eso debe ser la medicina preventiva: pensar que uno puede estar enfermo y comprobar científicamente que hoy está muy sano, pero ¿y mañana? Todos podemos pensar esto -¿no se nos impulsa a analizar el más mínimo cambio de nuestro cuerpo?- en cada minuto de nuestras vidas. El problema -las autoridades políticas lo corroboran al pedirnos que paguemos más por la sanidad- es que no somos ricos. Con lo cual, lo que parece es que estamos condenados a estar enfermos y padecer por ello.
La hipocondría es la gran enfermedad en auge, una patología que llena los consultorios médicos de falsos enfermos reales
La hipocondría, esa patología psicológica tan extendida, es la gran enfermedad -real- en auge. Una patología que llena los consultorios médicos de falsos enfermos reales que, a su vez, generan enormes dispendios, colapsan a veces las urgencias y entretienen a los médicos que acaban enviando a esos enfermos imaginarios al psiquiatra. Me decía, hace tiempo, un veterano psiquiatra que había pasado la mitad de su vida atendiendo casos de enfermos falsos. Con lo cual, concluía, lo que es necesario es que tengamos claras dos cosas: una, qué es la salud, y dos, que la gente de nuestras sociedades, por lo general, sepa que está bastante sana: lo normal es estar sano, un excelente recordatorio que recoge un estupendo libro recién aparecido (Enfermos imaginarios, de José Luis Martí-Tusquets y Eva Muñoz, publicado en Debolsillo).
Somos, pues, analfabetos de la salud. Y lo que nos cuesta un ojo de la cara es imaginar que estamos enfermos. Hasta parece que, de tanta imaginación, finalmente uno acaba consiguiendo ponerse incluso grave, al menos de la cabeza. Pero, ¿cómo evitarlo si el bombardeo -hecho con la mejor buena fe, sin duda- sobre la precaución, la prevención, el análisis, el seguimiento milimétrico de cualquier cambio es lo que llega constantemente a la gente? ¿Cuándo se cruza la raya de lo normal a la patología obsesiva?
Nuestra cultura actual ha hecho del cuerpo un santuario, un icono sagrado. Y el culto a la belleza va derivando en culto a la salud. Los gordos -ahora llamados obesos- son mirados como enfermos, los muy delgados también. Es interesante ver cómo hoy esos gloriosos cuerpos de deportistas imbatibles son desmitificados por exceso de química. Ante la belleza o la potencia excesiva ya nadie cree que pueda ser natural: hete aquí una nueva clase de enfermos. ¿Quién está, pues, a salvo de ser considerado enfermo?
Y está el estrés: esa patología de la vida normal hecha de trabajo excesivo, de prisa y de insuficiencia de tiempo para atender el curso normal de la vida, que puede acabar en depresión crónica. ¿Cuántos casos próximos conocemos de gente que sucumbe ante esa novedosa situación civil que es estar casado con su empresa? ¿Cuánto cuesta el estrés?
Cuando tantos discuten sobre lo que cuesta la sanidad, parece extraño que nadie haga cuentas de lo que nos cuestan las obsesiones, las falsas enfermedades reales inducidas por la cultura y por intereses económicos aparentemente normales. ¿Será la sociedad lo que nos pone enfermos? Llegaríamos a una nefasta conclusión: nadie es capaz de inventar una pastilla para curarla de los males que genera.
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