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Columna
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La Turquía europea

El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, ha ido a París a contarnos a los europeos lo que no debiéramos hacer para no meternos en un lío. Que lo haga en París no es casualidad. Es el mejor sitio para explicar algunas cosas precisamente porque es un sitio donde suelen confundirse muchas. Allí se cuecen demasiadas cosas que todos los europeos debemos digerir después. Para bien y para mal. En su nueva novela, Me llamo rojo (Alfaguara), otro gran turco, muy distinto al primer ministro Erdogan por supuesto y sistemáticamente discrepante, Orhan Pamuk, que será Premio Nobel de Literatura algún día -difícil no apostar por él-, nos regala un mapa antes de su bella historia sobre un país que los más idiotas en Europa desprecian y los más sabios saben suyo porque es parte fundamental de nuestra historia y parte imprescindible de cualquier futuro seguro y próspero.

Cuando en el oscuro restaurante Regance, dirigido aún hoy por sus fundadores, elegantes rusos blancos, muy cerca de la avenida del Istiqlal en Estambul, los embajadores del Reino Unido, Francia, Alemania y Estados Unidos se miraban de mesa a mesa con sobrada y comprensible animosidad pero no sin complicidad en 1944, primero porque estaban en guerra entre ellos y segundo porque pese a ello podían observarse sin agredirse, brindando con un magnífico vodka con limón, todos los presentes eran conscientes de lo que es Turquía para Europa. Quienes saben de aquello estarían avergonzados del espectáculo pedestre ofrecido por la sesión de anteayer del Parlamento Europeo, donde gentes de la extrema derecha de Francia o Bélgica, muy solidarios por cierto con Esquerra Republicana de Catalunya -dato siempre a tener en cuenta-, abogaban hirsutos por dar el portazo a Turquía en diciembre y decir a aquel país que jamás entrará en la Unión Europea. Ultraderechistas del Frente Nacional y el Vlams Block, cuyos programas sí que jamás cumplirían las condiciones propias de un Estado civilizado, se permitían descalificar a un país que, con su tradición de imperio, su historia y su potencial económico, militar y humano ha acometido las reformas democráticas y liberalizadoras más osadas y efectivas en los últimos años que se han visto en el hemisferio, incluidos todos los nuevos miembros de la UE.

Bien les hubiera venido a estos irresponsables parlamentarios europeos el vodka con limón del Regance o los magníficos martinis secos del Pera Palas, el hotel del Orient Express, donde vivía y bebía el gran fundador de la Turquía moderna, Kemal Ataturk, veraneaban todos los coquetones de la aristocracia árabe y pernoctaba de vez en cuando Agatha Christie. Porque la negativa no ya al ingreso inmediato -que de eso no se trata- sino a la apertura de negociaciones para la adhesión de Turquía a la UE a medio o largo plazo sería, además de una nueva traición a la seguridad internacional, tan de moda en estos momentos como ejemplifica hoy Manila y antes otros, una barbaridad geoestratégica y una automutilación que sólo los peores necios y ciegos en Europa pueden sostener.

Erdogan ha ido a París a decir lo obvio. Turquía está en una encrucijada en la que avanza sin cesar en sus conquistas democráticas sin perder su identidad de país islámico con un pasado de siglos de inmenso prestigio, poder e influencia sobre Oriente Próximo. Un portazo de la Unión Europea a Turquía daría la razón no ya sólo a quienes desde el terrorismo islamista tienen clara la inevitabilidad del enfrentamiento entre culturas sino que confirmaría en toda Turquía y el mundo islámico esa doble moral y la falta de dignidad y columna vertebral del mundo europeo que es argumento fundamental para hacernos extorsionables, vulnerables e inseguros. El desprecio hacia nuestra palabra y nuestros principios serían deber lógico allende nuestras frágiles fronteras.

Hay un pulso noble que el primer ministro turco quiere hacerle al terror y quien lo sabotee nos está agrediendo a nosotros. Porque Turquía es nuestro gran bastión europeo por la paz y la libertad allí donde el Bósforo une dos continentes y donde Rumelia se vuelve Anatolia, donde Asia abraza a Europa, esperemos que para buscar solución a sus tragedias. Winston Churchill pudo equivocarse gravemente en los Dardanelos, pero la nueva Europa no puede permitirse el lujo de frustrar vocaciones democráticas más allá del mar de Mármara.

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