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LOS CONGRESOS DEL PSOE | Nuevas ejecutivas
Columna
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Idealismo

Enrique Gil Calvo

Cumplidos los cien días de respeto a los que obliga la cortesía parlamentaria, llega el momento de evaluar la incipiente ejecutoria del Gobierno de Rodríguez Zapatero. A pesar de los histriónicos desmanes del ministro de Defensa, las primeras impresiones son sin duda favorables, aunque nada más sea por las buenas vibraciones que presiden su puesta en escena. Y en este sentido el mejor acierto ha sido nombrar a Solbes director de orquesta, de cuya batuta depende que no desafinen demasiado las inevitables disonancias primerizas. Es verdad que su papel es también el de frenar las aventuras socialdemócratas, propensas a un profuso gasto público. Pero este liberalismo continuista ya estaba contenido en el programa electoral, así que nadie debe llamarse a engaño. Qué diferencia con el primer Gobierno de González, elegido en 1982 con un programa inequívocamente socialista que después se vería frontalmente traicionado por la sorprendente elección como zar económico del neoliberal Miguel Boyer...

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Pero más allá del arranque de la gestión gubernamental queda la dimensión más decisiva, que es sin duda la estratégica: ¿cuál es la agenda política con la que actúa este Gobierno, y por la que en un futuro será juzgado? A juzgar por los primeros signos, cabe sospechar que la clave esencial del Gobierno Zapatero es el idealismo político. Con este concepto no me refiero sólo a la antítesis del economicismo, como podría pensarse a partir de la retórica de los valores posmaterialistas de democracia participativa cantados por ZP en su discurso sobre el "socialismo de los ciudadanos". Esto no es más que una obviedad, pues la democracia es per se el régimen de los ciudadanos. Sino que entiendo este idealismo como la antítesis del realismo político que Aznar esgrimió para justificar su agresivo ejercicio del poder.

Nuestro país tiende a funcionar en ciclos oscilatorios, ondulantes o pendulares. O al menos así lo hacen las ejecutorias de los Gobiernos que se alternan y suceden. Hasta el mes de marzo hemos vivido ocho años de realismo político a lo Aznar, fundados en la dialéctica del amigo y el enemigo, donde todo acto político se justificaba por la necesidad de defenderse atacando al adversario, ya fuese socialista o nacionalista, terrorista o progresista, moro o rojo... Pues bien, Zapatero acaba de dar a nuestra política un giro de 180 grados, al adoptar un idealismo benevolente y conciliador, que no busca enemigos, como Aznar, sino que sólo desea hacer amigos, para lo que invita incluso a sus propios adversarios. Y ello a riesgo de caer en una política de buenos amigos apta para todos los públicos y rayana en la más edulcorante Disneylandia: todo el mundo es bueno, viva la corrección política, el consensualismo angelical, las buenas intenciones a raudales, el diálogo evangélico a ultranza y así sucesivamente...

Pero como el infierno siempre está empedrado de buenas intenciones, el peligro de este idealismo inmaculado es que más pronto o más tarde habrán de frustrarse las infundadas expectativas tan gratuitamente creadas. Cuanto más se prometa contentar a todos, más dura será la caída, como le ha sucedido a Lula en Brasil. Gobernar es adoptar decisiones ejecutivas ante conflictos de derechos e intereses inconciliables entre sí, tal como sucede por ejemplo con la pugna entre socialistas federales y nacionalistas confederales o asimétricos. Y como no se puede contentar a todos, hay que optar, tomando partido para beneficiar a unos a costa de perjudicar a otros. Lo cual implica generar agravios comparativos y ganarse enemigos incapaces de perdonar.

De modo que, por eficaz que parezca a medio plazo, este idealismo retórico resulta inviable a la larga, y habrá de ser corregido y rectificado. El realismo unilateral de Aznar le condujo al fracaso absoluto, y lo mismo podría suceder con el idealismo unilateral de Zapatero. Por eso, para evitarlo, nada como la síntesis hegeliana entre ambos extremos antitéticos: un moderado y prudente realismo capaz de embridar los peores excesos de un delirante idealismo angelical.

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