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Reportaje:EL PAÍS | Novela negra

El inventor del 'thriller'

EL PAÍS presenta mañana, lunes, por 1 euro, 'La gente terrible', del prolífico y popular Edgar Wallace

Javier Sampedro

La novela policiaca es tan británica como el Big Ben y la mala cocina. Es cierto que fue un norteamericano, Edgar Allan Poe, quien inventó el género en 1841 con Los crímenes de la calle Morgue, pero el testigo fue recogido de inmediato por el inglés Wilkie Collins y su Piedra lunar, y las islas británicas se entregaron a las historias de detectives con mal disimulada pasión. Los dones de Oxford se ocultaban bajo seudónimos para escribirlas y bajo los árboles para leerlas, y escritores de tan pulido barniz como Dickens, Chesterton y Day Lewis, poeta laureado, fueron incapaces de resistirse a componerlas.

Edgar Wallace no pertenecía a ese selecto club. Nació en Greenwich, meridiano cero, en 1875, tres lustros después que sir Arthur Conan Doyle y tres lustros antes que Dame Agatha Christie. Hijo ilegítimo de una actriz y adoptado por un descargador de pescado, abandonó la escuela a los 12 años (justo cuando apareció el primer relato de Sherlock Holmes) y se dedicó a cualquier infraempleo hasta que se alistó para dar tiros en Suráfrica. A los 24 años se hizo periodista y a los 30 alcanzó el éxito como escritor con Cuatro hombres justos. La novela que presentamos hoy, La gente terrible (1928), es una de las 175 que escribió en sus 27 años de profesión (sí, una cada dos meses).

El héroe es hijo de un millonario, expulsado de Cambridge y adicto a las apuestas
Nació tres lustros después que Conan Doyle, y tres antes que Agatha Christie

No es exagerado decir que Wallace inventó el thriller, esa subcategoría de lo policiaco caracterizada por sumar a la historia detectivesca un cierto componente aventurero, como filmado en exteriores, y una trama de hilos paralelos que se van trenzando hasta agarrar al lector por el cuello sin dejarle respirar. El héroe de La gente terrible es el inspector de la brigada criminal Arnold Long, hijo de un millonario, expulsado de la Universidad de Cambridge y adicto a cualquier cosa que se parezca siquiera vagamente a una apuesta. Vean la descripción del inspector Long:

"No era el ideal de la jefatura de policía. No lo juzgaban como un modelo digno de imitación para los agentes jóvenes. Medía 1,72

[tengan en cuenta lo mucho que ha aumentado la estatura media en los últimos 70 años] y daba la impresión de hombre delgado. Corría como una liebre, pero con más inteligencia; fue campeón de boxeo aficionado durante dos años; trepaba como un gato, y algo tenía de sensibilidad felina". Como se ve, el detective de Wallace recuerda menos a Sherlock Holmes que al otro gran mito novelesco británico, James Bond, que aún tardaría muchos años en nacer de la pluma de Ian Fleming.

El argumento de La gente terrible es puro Wallace. El autor nos hace creer que la novela trata sobre los esfuerzos del inspector Long, el apostador, para detener a un escurridizo y peligroso estafador, Clay Shelton, que lleva años desvalijando los bancos de medio país sin que la policía tenga la más leve pista sobre su identidad. Sin embargo, y para sorpresa de todos, Long logra detener a Shelton en la página 22. La verdadera historia empieza entonces.

El estafador Shelton, que había cometido cuatro asesinatos en el curso de su actividad profesional, es condenado a la horca y pide ver al inspector Long antes de encaminarse hacia el patíbulo. "Podrán matarme y enterrarme", le dice, "pero continuaré viviendo. Y nos veremos las caras, señor Long. Yo quitaré de en medio a todos los que me han traído a la muerte. Usted, señor Long, se acordará de la Mano del Patíbulo". A partir de ahí, el sanguinario fantasma de Shelton se convierte en el verdadero villano.

Pero no teman, no nos hemos saltado de género. Wallace jugó a menudo con lo sobrenatural en sus relatos, pero nunca cruzó la frontera. "Yo no creo en la Mano del Patíbulo", dice Long, "no admito esas monsergas". Tras el fantasma de Shelton se esconde una organización tenebrosa, un enigma a la altura de Long.

Edgar Wallace fue en vida tan popular como Conan Doyle y Christie, y sus tramas están igual de bien trabadas. Puede que escribiera peor, pero tenía algo de lo que ellos carecían. "Shelton volvió la cabeza", escribe Wallace. "El empleado con gafas le apuntaba con un pesado revólver, que sostenía con mano notablemente firme. Había habido una guerra, y los empleados con gafas habían aprendido a matar gente con la mayor indiferencia". Este tipo de insolencia triunfaría pronto en el género, pero no en el Reino Unido, sino en los grandes autores norteamericanos de serie negra, como Raymond Chandler. Wallace, por cierto, murió en Hollywood en 1932. Acababa de terminar el guión de King Kong. Gente terrible.

MANUEL ESTRADA

Babelia

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