Cartas para un misterio
Se suele señalar como rasgo de la narrativa del sur de Estados Unidos la constante presencia de lo grotesco: situaciones, conductas y personajes que participan de un componente ridículo, patético y extravagante. Así, toda la obra de William Faulkner o Eudora Welty emana más que utiliza esa peculiaridad, ya sea en clave cómica, trágica o, casi siempre, tragicómica, a despecho de un sentimentalismo melodramático que esos autores sobrepasan con su genio.
Ese mismo elemento grotesco se halla en mucha literatura caribeña con otros nombres: ¿qué es, sino, el realismo mágico? o ¿qué quiso decir aquel cubano al afirmar que si Franz Kafka viviese en La Habana sería un escritor costumbrista? Sin embargo, es en las novelas y cuentos de Flannery O'Connor (Savannah, 1925-Atlanta, 1964) donde lo grotesco no sólo se dramatiza como símbolo, sino que asume además su origen etimológico casi de forma alegórica, el grutesco, el ornamento extraño y delirante que adquiere su nombre a partir de los hallazgos arqueológicos en las grutas que una vez fueron la Domus Áurea de Nerón.
EL HÁBITO DEL SER
Flannery O'Connor
Prólogo de Gustavo Martín Garzo
Traducción de Francisco
Javier Molina de la Torre
Sígueme. Salamanca, 2004
463 páginas. 29 euros
Tomemos El negro artificial, el cuento más famoso de Flannery O'Connor. Un abuelo y su nieto, dos catetos redomados, hay que decirlo, van a la ciudad y, una vez en ella, tras extraviarse y negarse el uno al otro, asisten a una mutua revelación. Las menciones a esa condición "grutesca" son continuas. Cuando el nieto se halla maravillado ante los brillos de la ciudad, el abuelo le hace meter la cabeza en el alcantarillado para que comprenda la trama subterránea que sustenta tanto fulgor.
Más adelante, el abuelo que-
da expuesto a la desolación porque su ignorancia y su vanidad han aniquilado el amor que su nieto le profesaba. Por eso "delante de él no vio nada excepto un túnel vacío que una vez había sido la calle". Y más abajo: "Sabía que ahora estaba entrando en un lugar oscuro y extraño donde era como había sido antes, una larga vejez sin respeto y un final que sería bienvenido porque sería el final". Sin embargo, queda la Gracia, la redención por el amor divino que reparará el maltrecho amor humano. Es la revelación de ese misterio el otro elemento característico de la narrativa de Flannery O'Connor. Ambos, lo grotesco y lo misterioso revelado, forman el dibujo de sus tapices.
La urdimbre de ese tapiz, el trabajo invisible, se descubre en El hábito del ser, el epistolario que ahora se publica con magnífico prólogo del escritor Gustavo Martín Garzo.
La vida de Flannery O'Connor se desbarata en su misma juventud por una infeliz circunstancia: la enfermedad degenerativa llamada lupus que acabó con ella a los 39 años, el 3 de agosto de 1964. Hasta el diagnóstico del mal, las cartas de la joven O'Connor, las recogidas en la primera parte del volumen, En el norte y de regreso a casa, nos muestran a una joven ambiciosa, algo artificial en su pose y, desde luego, con un concepto meridiano sobre las decisiones que algunos escritores han de tomar para hacerse un nombre entre la competencia. ¿Qué habría ocurrido si Flannery O'Connor no llega a estar enferma? Ni lo sabemos, ni nos importa. El asunto es que a los 25 años cae enferma y, salvo algunas conferencias y un viaje a los santos lugares de Europa, O'Connor no abandonará Andalusia, su casa en Milledgeville, Georgia.
Sus interlocutores postales
irán creciendo conforme su reputación, y es en ese carácter algo anónimo del interlocutor del que apenas si se sabe aquello que nos cuenta, donde la autora norteamericana desgrana con mayor profundidad y desinhibición sus inquietudes y opiniones religiosas, literarias e intelectuales, entrelazadas éstas en su obra de modo muy estrecho, mientras deja a un lado su condena vital en la medida de lo posible y la disfraza con mucho encanto de amor hacia lo cotidiano, ya sea en los comentarios sobre la cría de pavos, en su afición a la pintura o en las cómicas discusiones con su madre. En otras palabras, la enfermedad hace que Flannery O'Connor madure muy rápido como escritora, porque es en la práctica de la literatura, exenta ya de cualquier vanidad, donde le es posible dar un testimonio valioso de su existencia y, según su credo, de la trascendencia de su ser en el mundo. Hacia el misterio, mientras el misterio nos rodea.
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