La fe, el talento y la revelación
RESULTA UN hecho curioso que narrar el caos, cuando se percibe que sólo el caos lo sustenta, pueda tener el mismo efecto artístico que contar ese mismo caos iluminado al fin por la Gracia. Es sólo la destreza en reflejar la ambigüedad y el misterio lo que iguala la capacidad de los escritores creyentes con la de aquellos que no lo son. Una carta de O'Connor fechada el 17 de marzo de 1956 no da lugar a la especulación sobre sus intereses: "Escribo creyendo firmemente en todos los dogmas cristianos. Considero que ello no limita en modo alguno mi libertad como escritora y que aumenta más que reduce mi perspectiva. Popularmente se opina que para ver con claridad no se debe creer en nada. Esto puede que sirva para observar las células con un microscopio, pero no sirve para el escritor de ficción". Es posible, aunque es posible también que esa creencia no estribe en suscribir los dogmas de la Santa Madre Iglesia. Sin embargo, además de la fe y el talento, en la creación debe concurrir un elemento que eleve a los autores católicos por encima de su propia fe, porque a pesar de su excelencia, cuando Greene o Waugh, por ejemplo, intentan esa revelación de un misterio, o esa redención, o esa encarnación por la Gracia, el efecto no se transmite con la misma fuerza que cuando lo hace la escritora sureña. Baste comparar, por ejemplo, los finales de El fin de la aventura o de Retorno a Brideshead con el del citado El negro artificial. Sea cual sea el componente de esa diferencia, de esa cualidad superior, Flannery O'Connor lo poseía.
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