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De peor en mal

Llevaba bastante tiempo fuera y, ahora, al volver y leer la prensa valenciana, me encuentro con un panorama del que no era consciente. Es como cuando el cuerpo pasa bruscamente de un ambiente frío a otro caliente o al revés: te quemas o te hielas mientras otros, expuestos a idéntica temperatura, ni se inmutan. Y es que, después de leer la prensa europea y los periódicos españoles con edición internacional durante un par de meses, lo de aquí llama poderosamente la atención. No sólo por su pueblerinismo, entiéndanme: por supuesto que somos pueblerinos, pero no más que en cualquier otra región de Europa. Es por su radical pesimismo.

Hay ejemplos emblemáticos de los que los artículos -excelentes- publicados hace poco por Gregorio Martín y por Manuel Lloris en este mismo medio son una buena muestra. Pero la cosa no se reduce a nuestro periódico, ni siquiera a los de su misma tendencia: el lector de prensa valenciana advierte un tono desencantado, una desazón creciente y un miedo hacia el futuro, que antes no existía, en todas las publicaciones periódicas, incluso en la prensa gratuita. Lo cual contrasta todavía más con un entorno español en el que los primeros meses del nuevo Gobierno se ven con optimismo, incluso cuando, a juzgar por algunas tonterías que ya se están insinuando, valdría más atenerse a un prudente compás de espera.

Insisten periodistas, profesores, empresarios y hasta algunos políticos con sentido común en que somos una región en crisis. En crisis de todo: de valores, de nivel económico, de equipamientos y hasta de cohesión social. Y es verdad, aunque sólo sea por contraste, me he dado cuenta de hasta qué punto es así. El panorama recuerda al de la Generación del 98, sólo que a escala valenciana. La Comunidad Valenciana parece un barco que ha encallado sin que la subida de la marea tenga posibilidad de sacarlo alguna vez a flote. Nuestra economía se hunde: se hunde el turismo, se hunde el calzado, se hunde la cerámica, se hunde la naranja.

Nuestra sociedad se cuartea: vuelve la guerra lingüística, no hay actividades culturales susceptibles de movilizar a la gente, crecen las diferencias entre clases y entre barrios, mientras la integración de los inmigrantes se ralentiza.

Nuestras infraestructuras se anquilosan: no hay AVE, no hay autopistas suficientes, por no haber no hay ni agua, aunque no está claro cuál pueda ser la mejor solución. Desaparecieron las grandes ideas, la de solidaridad, la de mestizaje, hasta la de bonhomía, que tan inequívocamente nos caracterizaban: mientras las mafias campan a sus anchas por calles y veredas, aquí cada uno se mira el ombligo. ¿Qué nos pasa?

La manera habitual de afrontar una crisis de toda la sociedad -es decir, una crisis de la polis- consiste en encontrar al culpable político. Pero el diagnóstico no sustituye al tratamiento, sólo constituye el primer paso. Es evidente que la culpa la tienen unas prácticas políticas que hicieron de la frivolidad y del ansia de enriquecimiento (aquel "estoy en política para forrarme") su razón de ser, de la economía lúdica improductiva (nuestra ominosa deuda mítica) su mascota y de un triunfalismo irresponsable (aquella idea suicida de que som els millors) su banderín de enganche. Pero la cuestión no es afirmar lo que todos -todos: los de un bando y los del otro- saben, la cuestión es poner remedio. Los noventayochistas coincidían en la evaluación de las causas -la doble llave al sepulcro del Cid las resumía en una fórmula-, pero España tardó casi un siglo, con una guerra civil por en medio, hasta que logró llevar a la práctica el escuela y despensa preconizado por Joaquín Costa.

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Aquí vamos al revés. Parece que todo consiste en reclamar que los políticos hagan algo. Hombre, ya lo están haciendo. No es cierto que vayamos de mal en peor, vamos de peor en mal. Se intenta taponar los dislates más obvios de la disparatada etapa precedente, se intenta ahorrar y racionalizar el gasto. La oposición también parece haber salido del embeleco en el que la había sumido el gran hipnotizador, empieza a hacer propuestas y a fiscalizar al Gobierno. Pero, por desgracia, no basta: puede que, cuando nos entierren, la sociedad valenciana esté más presentable que hace un año, pero no por eso dejará de estar muerta.

En realidad la cosa es tan grave que la solución no puede quedar tan sólo al arbitrio de los gestores habituales de la res publica. Lo de la Comunidad Valenciana es de UCI y o la sociedad civil se levanta y toma conciencia de lo que está pasando o la decadencia será irremediable. Porque para que la gente se movilice es necesario que se entere de lo mal que están las cosas y de que ha llegado el momento de arrimar el hombro. Ahora bien, ¿están dispuestos a ello?

Tengo la impresión de que, por desgracia, unos siguen ocupados en desmontar el tinglado de los anteriores sin que se note demasiado y otros en desalojarlos de sus asientos sin colaborar con ellos. Como si la política de la Restauración hubiese servido para algo. Más les valdría escarmentar en cabeza ajena.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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