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Irak, o los errores de la guerra

En su editorial del 11 de junio de 2004, el International Herald Tribune censura "la desastrosa decisión de Bush": "Arrojarse a una invasión sin autorización del Consejo de Seguridad, la ocupación ineptamente planificada y todo el daño que semejantes políticas le han hecho a Irak y al Oriente Medio, así como a las relaciones de los EE UU alrededor del mundo".

Semejante censura, proveniente del periódico norteamericano más leído mundialmente, sería sobrado epílogo a la desastrosa aventura del desventurado George W. Bush.

Sin embargo, de la concisa condena del IHT se derivan, como del centro de una red arácnida, demasiados hilos que abarcan consecuencias jamás previstas por el grupo duro de teólogos neoconservadores que, excedidos de soberbia y de ignorancia, lanzaron a los Estados Unidos de América y al mundo entero a una aventura cuyo precio no acabará de pagarse en mucho tiempo.

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He insistido en la perversión de prioridades impuesta ilusoriamente por el Gobierno de Bush. Acaso por necesidad de separarse de las agendas claramente vistas por el anterior Gobierno de Clinton. Quizás por la antiquísima ley de asesinar, figurativamente, al padre, el rey viejo e imponente que no cumplió la tarea dejándola inacabada para gloria ulterior del hijo. Quizás para compensar con abluciones a Marte el culto juvenil a Baco: Bush decidió ir a la guerra. Una guerra de voluntad, no de necesidad.

No abundaré en la merecida condena al atroz régimen de Sadam Husein, ni en los mimos que la prodigaron anteriores administraciones norteamericanas. El efecto Frankenstein de estas políticas es bien conocido. Lo condenable es, en primer lugar, el error acerca de las prioridades. Mientras no haya un acuerdo de paz entre Israel y Palestina, el Oriente Medio será un foco de inestabilidad, con o sin Sadam. Y en segundo lugar, haber mentido conscientemente -a los aliados, al mundo, al Consejo de Seguridad de la ONU- acerca de las imperiosas razones para invadir Irak: la posesión de armas de destrucción masiva por el tirano de Bagdad.

Las armas invisibles. Cuando, en 1962, Adlai Stevenson, embajador de Kennedy en la ONU, mostró las fotos aéreas de la presencia de armas soviéticas en Cuba, el delegado soviético, Valerian Zorin, no pudo desmentirlo. Cuando, en 2003, Colin Powell, secretario de Estado de Bush, aseguró que Irak contaba con armas biológicas de destrucción masiva, mentía a sabiendas o estaba engañado.

Hoy queda claro que Sadam no tenía ni estaba a punto de tener tales armas. ¿Cómo pudieron engañarme?, exclama, adolorido, Powell. Entra rápidamente al escenario el clásico chivo expiatorio, George Tenet, director de la CIA: la inteligencia falló. ¿Para qué sirve, entonces, una agencia de inteligencia que no recibe la información apropiada para justificar una guerra? Ah, es que el FBI no le daba información correcta o suficiente a la CIA, había un "muro" entre las dos. A temblar: ¿De manera que la seguridad de los EE UU y del mundo entero está en manos incompetentes? No, la trama es aún más enredada. Resulta que la CIA estaba engañada por el intrigante pretendiente al Gobierno de Irak, Ahmad Chalabi, ayer favorito de la Casa Blanca, hoy execrado chivo. El títere engaña al titiritero.

¿Cómo pudieron engañarme?, exclama, con las vestiduras rasgadas, Colin Powell. El mundo le hace eco.

Y con cinismo que desmiente su afable cara de león de El mago de Oz, George Schultz a su vez, declara: "Lo ocurrido con las armas de destrucción masiva es un misterio". No pensaba así Schultz cuando exigía una guerra inmediata contra Sadam. Pero Oz es el país de las maravillas. E Irak, el de las realidades más obtusas.

A partir de este cúmulo de mentiras y (por ser caritativos) desinformaciones, el Gobierno de George W. Bush no ha hecho otra cosa que reitera errores persistentes y vicios de origen. Las víctimas de ambos son numerosas.

En primer lugar, el orden jurídico internacional. La guerra de Irak, escribe Philip Stephens en el Financial Times, es "causa y efecto de la destrucción del sistema internacional de seguridad que dio paz y prosperidad al mundo después de la Segunda Guerra Mundial".

Bush júnior y su equipo ideológico decidieron arrojar por la borda a las Naciones Unidas y al sistema multilateral en aras de la libertad de acción ilimitada de la única gran potencia, desaparecida la de la URSS al finalizar la guerra fría. Con nosotros o contra nosotros, dijo Bush. Los EE UU no requieren el aval de una "ilusoria comunidad internacional", le hizo eco Condoleezza Rice. La guerra unilateral, sin autorización del Consejo de Seguridad, desdeñosa de toda opinión disidente, quiso consagrar el principio de dos soberanías, en palabras de George Soros. Una, la soberanía de los Estados Unidos de América, sacrosanta y eximida de toda limitación. Otra, la soberanía de los demás, sujetos a la intervención norteamericana en virtud del principio de la guerra preventiva. "El derecho internacional" -añade el autor de La burbuja de la supremacía americana- sólo le sirve a Bush "para ratificar los resultados del uso del poder" (Soros).

El viaje a Canosa. Dos años después, con un saco de cenizas en la cabeza, George Bush se ve obligado a regresar a la ONU y al muy estropeado orden multilateral. Que la Casa Blanca quiera identificar este viaje a Canosa con un éxito político que reúne a los aliados perdidos y justifica la guerra y la ocupación de Irak, es un engaño más que Bush le ofrece a esa "ilusoria comunidad internacional". La resolución 1.546 aprobada unánimemente por el Consejo de Seguridad el 8 de junio de 2004 no puede menos que asumir el desiderátum de un Irak libre y soberano al final de un proceso político que va del Gobierno provisional a las elecciones en enero de 2005 para una Asamblea Nacional de Transición y, al cabo, a elecciones para un Gobierno permanente a la vuelta de los años 2005-2006. Como el lector recordará, ésta fue una propuesta inicial del presidente de Francia, Jacques Chirac, y del Ejecutivo ruso, Vladímir Putin. Con razón dice Miguel Ángel Moratinos, ministro de Relaciones Exteriores de España (la España de Zapatero, no la de Aznar), que, con esta resolución, son "los EE UU y el Reino Unido los que se han acercado más a las posiciones de Francia, Alemania y España".

En este sentido hay en la citada resolución un claro triunfo de la despreciada "vieja Europa". Sin embargo, el documento no va tan lejos como fuese deseable en cuanto el papel efectivo de la ONU como conductora y supervisora del proceso iraquí, dándola preeminencia a la relación entre el Gobierno (o los sucesivos gobiernos) de Bagdad con "la fuerza multinacional", o sea, con las fuerzas armadas de los EE UU, dado que cinco de cada seis uniformados de dicha fuerza son efectivos de los EE UU.

El Consejo de Seguridad ha hecho bien en apoyar una meta deseable -un Irak soberano- y aceptar un hecho variable -la ocupación norteamericana-, dejando que este doblete se desarrolle por vías que no contarán con el apoyo militar de España, Francia o Alemania. Quédense solos los EE UU y el Reino Unido frente a asechanzas que no comprometen al Consejo ni a sus miembros europeos.

Esas asechanzas son múltiples y parecen, al escribir estas líneas, difíciles de sobrepasar.

Políticamente, la actual estructura iraquí deja fuera a "las fuerzas no controladas por el Gobierno" e incluso se propone eliminarlas (declaración del primer ministro provisional, Ayad Alaui). En este error está el castigo. Las fuerzas que quedan fuera son numerosas, son representativas y no están a punto de rendirse. Como mexicano, recuerdo el Decreto Negro del emperador Maximiliano durante la ocupación francesa de mi país. Incapaz de atraer o someter a la resistencia republicana, el emperador la condenó a muerte, condenándose a sí mismo. Tal fue, al cabo, la decisión en que se basó Juárez para fusilar al príncipe Habsburgo.

Los grupos resistentes, en vez de ser atraídos, han sido criminalizados y sentenciados. Como lo escribe el antiguo Consejero de Seguridad del presidente Carter, Zbigniew Brzezinski, "mientras más se prolongue la presencia militar de los EE UU, más se intensificará la resistencia iraquí". No inspira más confianza la decisión de rehabilitar al ejército baazista de Sadam para combatir a los jefes locales insurrectos. Ésta es una receta para la guerra civil que compromete la deseable, pero acaso ilusoria, unidad del país en el futuro.

Kurdos, chiíes y suníes. La composición real de la población iraquí reclama un federalismo que una a las tres comunidades. Opción ideal, la desmienten realidades menos que ideales. Los kurdos contemplan un futuro fronterizo o excéntrico "cargado de peligros e incertidumbres" (Gobierno de Argelia). Si sus derechos en un Estado federal no son reconocidos, ellos mismos pondrán fin a dicho Estado (Masud Barzani, directivo del Partido Democrático Kurdo).

En todo caso, ¿cómo responderá la mayoría chií, largo tiempo marginada por el suní Husein, a un intento de reparto equitativo del poder? ¿Pedirá la tajada mayoritaria que siente es la suya? ¿Dejará de reclamar un Estado nacional islámico que refleje esa realidad? ¿Podrá evitarse la balcanización de Irak?

Todas éstas son cuestiones que la Casa Blanca no se planteó en la carrera hacia la guerra. Como tampoco imaginó una fatal consecuencia de amalgamar la guerra contra Sadam y la guerra contra el terror. Sadam, tirano bárbaro, no toleró la presencia de grupos terroristas en Irak. Hoy, Irak se ha convertido en lugar de cita de los terroristas del mundo islámico. Y algo peor: la ocupación norteamericana ha convocado a Irak a militantes del todo ajenos a Al Qaeda, demostrando la extensión, organización y peligro insospechados de estas organizaciones.

Ante semejante caos, un miembro del Consejo Militar iraquí lo dice anónima pero tajantemente: "Que regrese Sadam". La errada política de Bush es capaz de rehabilitar a un sangriento déspota. Cuando no hay esperanza, suele haber nostalgia. Por desgracia, equivocadas ambas.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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