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Vivir del turismo

Quien más, quien menos, le ha echado un vistazo a un país exótico y paupérrimo. Lo de exótico lo pongo por seguir el tópico, pues si el exotismo fue, ya no es; o es tan poco que no vale la pena el viaje, con lo bien que se está en casa. La extrema pobreza es otra historia; llegas allí y puedes verte situado por una bandada de chiquillos mendigos y que si no das no te dejan, y si das se arremolinan tantos que es imposible dar un paso. Dice un conocido mío que una vez llegó a temer por su vida.

Vestigios de un pasado de medio siglo, todavía me siento un poco mendigo cuando los meses estivales. Su majestad el turista viene a mantener a flote la economía de la tierra en que nací, crecí, y de la que huí y a la que volví sin ningún placer pero con mucha necesidad. Mis gobernantes adscritos al ramo del turismo se pasan el año especulando y estudiando cómo será la temporada turística siguiente, pues aunque los turistas que aquí llegan con devoradores in situ de erizos de mar, si es que todavía quedan, peseta de aquí, peseta de allá, ellos son tantos que componen el 12% del dichoso PIB, que ya hasta los chabolistas han oído hablar del PIB, aunque no sepan lo que es y bien está que no lo sepan, no vayan a mascullar con esa b. Si Vicente Blasco Ibáñez levantara la cabeza (cosa que no le deseo por su bien y por mi egoísmo), a la avalancha turística le llamaría la horda, que un poco demagogo sí era este extraño personaje mezcla de todo y víctima de sus fotógrafos.

O sea, que hablando del turismo. La ciudad de Valencia, la de la Copa del América, Dios mediante aunque parece que media poco, en verano mantiene los hoteles abiertos y cierra todo lo demás. Eso está bien hecho y muy bien hecho, es una hermosa afirmación de dignidad: la horda blasquista no prevalecerá contra nos. Pero siempre se cuelan algunos y no diremos que su presencia encalabrina, pero tampoco es la vuelta de las oscuras golondrinas. Se mueven en un radio reducido, hasta la catedral, algunos llegan audazmente al cauce. Miran sin ver, sacan alguna foto sin demasiado interés, se sientan en alguna terraza, toman un líquido, miran, se miran, intercambian algunas palabras y desaparecen. Hace pocos años venía más turismo joven, de mochila, por eso de ver mundo, horterada puesta en circulación por los ingleses hace unos dos siglos. Los románticos vinieron también a la península, pero eran pocos y bienintencionados. Querían descubrirnos, eran espías del alma de los pueblos. Algunos de ellos escribieron libros sobre la península y sus moradores, contribuyendo así al desconocimiento de este país. Emigré muy joven a Alemania, cuando aquellas gentes empezaban a descubrir el turismo del sol y la playa. Descargando un camión, con el torso desnudo, me vieron unas chicas y oí que medio susurraban "¡es blanco!". Hacía tiempo que no veía el mar ni me calcinaba el sol de por estas latitudes, eso era todo para mí; para ellas, era noticia.

Hace ya años que se habla de cambiar el modelo turístico, en el que como es bien sabido, predomina la masificación. Se quiere un turismo de calidad y eso tiene su aquel, pues la calidad, en este asunto, mucho más que cultura significa dinero. Pobretes fuera. Más yates y menos hamacas. Supongo, pero a los expertos me remito, que puertos deportivos y yates se llevarán por delante las pocas praderas de posidonia que aún sobreviven más o menos intactas, con lo que a largo plazo la torta nos costará un pan. Sobre todo, habida cuenta de que la calidad tendrá que convivir con la cantidad, pues esos núcleos costeros que parecen ciudades de las que le montaban a Catalina II para regalo de su vista desde la carretera, no serán demolidos. Si de la Comunidad Valenciana hablamos, aquí apenas queda costa libre y en la poca que hay el mar no acompaña. Luego, se habla también mucho de turismo sostenible, pero sin pedirle permiso a nuestro trozo de Mediterráneo, que si no anda tan mal de salud como aseguran los ecologistas, seguro que tampoco está como para aguantar más bromas pesadas. Tanta basura y tanto residuo más o menos tóxico.

Lo que más me extraña de este país alegre y confiado es que invierta millones y más millones dando por sentado que el negocio siempre irá a más. La posibilidad de un verano silencioso, hoteles vacíos, apartamentos desocupados, no parece turbarles el sueño a los promotores de la costa de cemento; antes al contrario, se frotan las manos ante la sabrosa perspectiva de la Copa del América. En este caso concreto el entusiasmo de políticos y promotores ha contagiado a los sectores generalmente críticos o reticentes, por más que la tal copa bien podría trocarse en "cáliz de dolor apurado hasta la hez", como escribió alguien con hálito poético. ¿De dónde tanta certidumbre?

En un principio fue el sol, la playa y la relativa prosperidad de unos países europeos que iban dejando atrás los daños físicos y anímicos de la guerra nazi y fascista. Al cambio, nuestros precios resultaban asequibles. Éramos entonces una sociedad, si no alegre, sí amable y servicial, aunque sin llegar al exceso del "Dios se lo pague" al recibir la propina, detalle mendicante no infrecuente en los dominios de Salazar. El mar estaba limpio y zambullirse en sus aguas era un placer sólo incomprendido por quienes, sumados, no levantamos un gato por el rabo. No existía apenas la competencia norteamericana ni balcánica, como tampoco la amenaza de bomba sobre el parlamento británico ni sobre un avión en pleno vuelo. De la poca delincuencia común que había se silenciaba la mitad de la mitad. El terrorismo de ETA, por los motivos que fueran, no había adquirido esa fijación que ahora tiene con nuestras playas.

Todo eso y más, ha cambiado. Países ribereños como Croacia y Bulgaria se suman a la competencia ofreciendo calidad y buenos precios. El turismo es muy vulnerable a los atentados y es altamente verosímil que la actividad de los integrismos no será un mero episodio coyuntural. A qué seguir. No hay que ser catastrofistas para pensar que en esta relación capital-riesgo, gana el riesgo. Cierto es que a uno le causan fastidio los turistas y le aburre el mar. Pero la ciudad vacía compensa, de modo que llénense las playas.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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