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Columna
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Viajar

El artículo de esta semana me sorprende en la misma coyuntura que el de la pasada: hojeo distraídamente el folleto en que el Instituto Andaluz de la Juventud oferta los cursos en el extranjero, esos cursos que, he sabido, este año llevarán fuera de estas fronteras a más de un millar de nuestros adolescentes. Se trata seguramente de una oportunidad única que todo el mundo debería aprovechar y cuyas ventajas deberían alegrar la biografía de toda persona de a pie: no sólo por el aprendizaje de un idioma y los muchos obstáculos laborales que se podrían salvar gracias a él, sino también y sobre todo por la desaparición de esos otros obstáculos mucho mayores y molestos que son los tabiques del cerebro. Transplantándose al extranjero nuestros jóvenes aprenderán a reconocerse, descubrirán dentro de sus cuerpos que existen nuevas zonas cóncavas en las que aún no habían metido la mano, y sabrán que además del de fuera existe otro mundo que también reclama constantemente hallazgos y desbroces, y que ofrece playas vírgenes donde desembarcar. El viaje constituye un componente esencial de la educación de todo individuo, de una educación rigurosa y completa y humana, no esa cosa que infligen hoy día a corderos indefensos en las aulas. Y cuando hablo de viaje tampoco me refiero a la semana de gastos pagados, con el guía que desde el micrófono del pullman va glosando los principales monumentos de cada localidad; el viaje necesita inmersión en lo desconocido, curiosidad al filo del riesgo, desinhibición, indiferencia por uno mismo hasta el punto de estar dispuesto a desnudarse de las propias certezas y principios para aceptar interinamente los que se descubran al bajar del vagón. Sólo en este sentido viajar es una aventura y supone el capítulo seguramente más fructífero de la formación de todo sujeto libre y autónomo.

Parece que sólo recito una obviedad detrás de otra y que cada una de mis palabras pertenece al material de lo que, como el granito y la mentira, cae por su propio peso, pero sólo lo parece. Entre las causas más patentes de retraso cultural que hemos padecido los españoles, la escasez de salidas al exterior ha ocupado siempre un lugar más que notorio. Uno recorre las novelas inglesas y encuentra muy natural que sus personajes pasen fuera de su país meses enteros y aun años, admirando las maravillas decapitadas de Italia y Grecia, o suavizando sus ásperas consonantes con la melodía de la lengua francesa. Se replicará que aquellos personajes disfrutaban de un nivel de vida que no todos podemos compartir en los tiempos que corren, y yo estaré de acuerdo si hablamos de Lord Byron o de Sebastián Flyte, el héroe de Evelyn Waugh que visitaba cada verano a su padre en su palacete de Venecia. Pero no estaban solos: William Shandy, progenitor del más famoso carácter de Laurence Sterne, no era precisamente un potentado y había ahorrado una modesta suma para culminar la educación de su hijo con un recorrido por la incómoda Europa del siglo XVIII. En cuanto a hoy, según me demuestra el folleto que sostengo entre las manos, viajar y estudiar no pueden resultar más democráticos: creo que, de quererlo, cualquiera tiene la oportunidad de sacudirse las telarañas de encima, y no sólo las que le aprisionan los tobillos.

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