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Columna
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La impotencia de la victoria

Andrés Ortega

La hiperpotencia ha sufrido en los últimos tiempos una serie de reveses diplomáticos. La excesiva confianza en su fuerza tecnológico-militar está debilitando su capacidad diplomática, uno de cuyos requisitos básicos no son sólo las bayonetas sino la legitimidad y la auctoritas. La fortaleza militar puede producir debilidad diplomática, o por decirlo en términos de Joseph Nye, el exceso de uso de poder duro está mermando el poder blando de Estados Unidos. Y no sólo en el caso de Irak. Pues para otros problemas graves pendientes, como las armas nucleares de Corea del Norte o de un inestable Pakistán, tampoco tiene respuesta.

Ya antes de invadir Irak, la Administración de Bush, incluso con el concurso del Gobierno de Aznar, fue incapaz de lograr los nueve votos necesarios en el Consejo de Seguridad para legitimar el ataque, independientemente de posibles vetos de Francia, China o Rusia. Recientemente le ha ocurrido lo mismo al intentar renovar la inmunidad para sus tropas frente a la Corte Penal Internacional (CPI) que por dos veces le había dispensado el Consejo de Seguridad. No ha sido sólo un enfrentamiento con Europa, sino también con América Latina, y, en el colmo, con China, que no es parte de la CPI. Washington sí consiguió la aprobación por unanimidad de la resolución 1546 que secundó el plan de iraquización, aunque tuvo que aceptar que incluyera su salida de Irak, si se lo pide el Gobierno provisional, que, aunque nombrado a dedo, en buena parte ganará legitimidad interna en la medida en que se oponga a EE UU, como bien alerta Robert Fisk.

En la cumbre de la OTAN en Estambul, Bush ha sufrido otros reveses importantes. Los aliados, sobre todo bajo la presión de Francia y Alemania, además de España, se han negado a involucrar a la OTAN en Irak, y a la Fuerza de Respuesta Rápida de la Alianza en Afganistán. Se han limitado a aceptar que contribuirían a la formación de las nuevas fuerzas armadas iraquíes pero no necesariamente en suelo iraquí. En Estambul se vio también cómo en el curso de los últimos meses se rebajaba el plan del Gran Oriente Medio de EE UU para reformas en el mundo árabe y musulmán, de Mauritania a Kabul. La gran visión que partía de descubrir el Mediterráneo y pretendía trasladar el proceso de Helsinki de Europa a esa zona ha perdido consistencia.

El calendario se está echando encima. Los europeos críticos esperan a ver qué pasa en las elecciones de noviembre en EE UU para las que no quieren hacer nada que pueda ayudar a Bush, mientras que Blair ha demostrado en Estambul haber perdido la capacidad de hacer de puente. Y si Chirac, Schröder o Zapatero apuestan por una derrota de Bush, éste lo hace por su propia victoria y que después Chirac y Schröder pierdan. Tampoco con estas actitudes Francia o Alemania han ganado peso. La nominación por defecto del anfitrión de las Azores, José Manuel Durão Barroso, no era del agrado franco-alemán, pero han tenido que apoyarla. Los pesos diplomáticos internos en Europa también están cambiando.

La debilidad diplomática puede llevar a EE UU hacia más multilateralismo, pero a la carta, hacia clubes restringidos de amigos fiables, más que a otorgar un papel central a Naciones Unidas. Ganar la guerra (en la fase de la invasión) fue un paseo militar, el bombardeo de un hormiguero, pero las hormigas habían salido, y la resistencia se preparó para el después, que es el ahora que vivimos. Ya Hegel, no precisamente un pacifista, introdujo el concepto de la "impotencia de la victoria" pensando en ese estratega genial que fue Napoleón. Hacia el final de sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, en unas palabras que pueden servir para Irak, hoy como hace 80 años ante la ocupación británica, advertía de que "el poder externo no puede nada a la larga. Napoleón no ha podido forzar a España a la libertad, como tampoco Felipe II pudo forzar a Holanda a la servidumbre". aortega@elpais.es

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