Globalización: el peligro y la respuesta
Vivimos en un mundo de lo que me gusta denominar "comunidades de destinos que se solapan", en el que la vida cotidiana -el trabajo, el dinero, las creencias, así como el comercio, las comunicaciones y las finanzas, por no hablar del medio ambiente- nos conecta a todos más intensamente cada vez. La palabra que define esta situación es "globalización", y desde 1945 hemos intentado construir instituciones internacionales que puedan regular y gobernar algunos de sus aspectos, basándose en principios universales de igualdad de todos los seres humanos. Después de medio siglo, la comunidad internacional ha llegado al siguiente momento de elección decisiva. Soy optimista, aún es posible seguir construyendo sobre los logros de la era posterior a la II Guerra Mundial. Pero debemos ser claros con respecto a los peligros y dificultades. Una combinación de acontecimientos señala hacia una catastrófica combinación de factores negativos. Estamos en un momento decisivo en el que las medidas que ahora se tomen determinarán el destino del mundo durante las futuras décadas. Es así de serio.
Hay cuatro acontecimientos importantes que se refuerzan entre sí y señalan en una dirección negativa:
- El posible derrumbamiento de la regulación del comercio mundial, de tal forma que se agrave aún más la falta de interés en corregir la desigualdad global.
- No haber avanzado en los Objetivos de Desarrollo para el Milenio de Naciones Unidas, que establecían los niveles mínimos humanitarios para amplios sectores de la población mundial.
- El rotundo fracaso a la hora de abordar las pavorosas consecuencias del calentamiento del planeta.
- La erosión del orden multilateral, simbolizado por Naciones Unidas, pero que se extiende a toda una serie de acuerdos y agencias internacionales.
El orden multilateral de posguerra está amenazado por la intersección y combinación de estas crisis económicas, humanitarias, medioambientales y políticas. Y lo que es aún más grave, hay una fuerza que los impulsa a ir de mal en peor. Esta fuerza es intencionada, a pesar de que suela presentarse como algo inevitable, y se puede resumir en dos frases: el consenso económico de Washington y la estrategia de seguridad de Washington, que sumados proclaman la noción de que uno de los papeles positivos del Gobierno es que exista una desconfianza total hacia él, y que la regulación amenaza la libertad, refrena el crecimiento, impide el desarrollo y limita el bien. Ambas tienen que ser sustituidas por un marco progresista que:
- Sostenga el enorme incremento de productividad y riqueza que el mercado y la tecnología contemporánea hacen posible.
- Garantice un reparto justo de los beneficios.
- Aborde los extremos de pobreza y riqueza como parte de un compromiso con la seguridad general de que se comprometa tanto con las causas como con los crímenes del terrorismo, la guerra y los Estados que naufragan.
Llamaré a la estrategia para emprender esta tarea globalización social democrática y agenda para la seguridad humana.
El Consenso de Washington se puede definir como una agenda económica que propugna el libre comercio, la liberalización del mercado del capital, tipos de interés determinados por el mercado, ausencia de regulación y transferencia de bienes del sector público a los sectores privados. Ésta ha sido la ortodoxia económica neoliberal durante la mayor parte de los últimos 20 años en los principales países de la OCDE, prescrita, en concreto, por el FMI y el Banco Mundial como la base política para los países en vías de desarrollo. Algunas de las propuestas y consejos del Consenso de Washington pueden ser razonables dentro de sus propios términos. Otras no lo son. Sin embargo, vistas en conjunto, representan un compendio de políticas demasiado reducido para contribuir a crear crecimiento sostenido y desarrollo igualitario. La evidencia está ahí y resulta evidente que no funciona lo bastante bien. Las ortodoxias económicas dominantes no han sido capaces de generar un crecimiento sostenido, una disminución de la pobreza, ni unos resultados justos.
Para que un país se beneficie del crecimiento, su prioridad debe ser la integración económica interna, el desarrollo de su capital humano y su infraestructura económica, y unas sólidas instituciones de mercado nacionales. Al principio, esto tiene que ser estimulado por una política económica e industrial controlada por el Estado. La alternativa al Consenso de Washington no es un simple respaldo al desarrollo centrado en el Estado, ni tampoco la intervención es siempre beneficiosa y fuente de progreso. Pero el Consenso de Washington ha erosionado la capacidad de elaborar y poner en práctica una política pública válida y ha menoscabado la capacidad política básica. Dejar que los mercados resuelvan por sí solos los problemas de generación y asignación de recursos perpetuará las grandes asimetrías de oportunidades dentro y fuera de los Estados nacionales y la aparición de flujos financieros que pueden desestabilizar rápidamente las economías nacionales.
El ascenso de los temas de "seguridad" a lo más alto de la agenda política refleja, en parte, la necesidad de contener los resultados que dichas políticas han contribuido a provocar.
El atentado terrorista del 11-S contra las Torres Gemelas y el Pentágono fue un momento definitivo para la historia de las generaciones actuales. En respuesta, EE UU y sus aliados más importantes podrían haber decidido que la forma más importante y eficaz de detener el torrente de terrorismo global sería reforzar la legislación internacional y ampliar las funciones de las instituciones multilaterales. Podrían haber decidido que era importante que ningún poder o grupo pudiera actuar por sí solo como juez, jurado y verdugo. Podrían haber decidido que los puntos de fricción globales, como el conflicto entre Israel y Palestina, que alimentan el terrorismo global, deberían ser la prioridad principal de los esfuerzos coordinados internacionales. Podrían haber decidido que el divorcio entre globalización económica y justicia social necesitaba una atención más urgente. Podrían haber decidido ser duros con el terrorismo y duros con las condiciones que llevan a la gente a imaginar que Al Qaeda y otros grupos similares son agentes de la justicia en el mundo moderno. Pero optaron invariablemente por no decidir ninguna de estas cosas.
Desde el 11-S, el mundo se ha polarizado más, el Derecho internacional se ha vuelto más débil y los sistemáticos puntos débiles políticos del Consenso de Washington se han visto agravados por los triunfos de las nuevas doctrinas de Washington sobre la seguridad.
La prisa por ir a la guerra contra Irak en 2003 dio prioridad a un planteamiento de la seguridad de miras estrechas que constituye el núcleo de la nueva doctrina estadounidense de guerra unilateral y preventiva. Esta agenda contradice la mayoría de los dogmas de la política internacional y de los acuerdos internacionales desde 1945.
La nueva doctrina tiene implicaciones muy graves. Entre ellas se encuentra un retorno a la concepción de las relaciones internacionales, en último término, como una "guerra de todos contra todos". Una vez que se otorga esta "libertad" a EE UU, ¿por qué no también a Rusia o a China, India o Pakistán, Corea del Norte o Irán? No se puede sostener de forma coherente que todos los Estados excepto uno tienen que aceptar límites a las metas que ellos mismos definan, y que a esto se le pueda llamar Derecho.
Lo que necesita el mundo es una agenda global de seguridad que exija tres cosas a los gobiernos e instituciones internacionales, todas ellas ausentes en la actualidad. Primero, tiene que haber un compromiso con el sistema de Derecho y el desarrollo de instituciones multilaterales que tengan poder para garantizar el cumplimiento del derecho internacional. Segundo, hay que emprender un esfuerzo continuado para generar nuevas formas de legitimidad política global para las instituciones internacionales relacionadas con la seguridad y las misiones de paz. Tercero, hay que reconocer sin rodeos que no se puede dejar que sean los mercados quienes resuelvan los problemas éticos y de justicia planteados por la polarización global de la riqueza, los ingresos y el poder, y las enormes asimetrías en cuanto a las oportunidades en la vida que esto ocasiona.
En lugar de eso, estamos siendo testigos de una respuesta al terrorismo profundamente errónea, en la que la nueva agenda de seguridad de los neoconservadores estadounidenses otorga a Estados Unidos el papel global de establecer los criterios. Más concretamente, necesitamos vincular la agenda de seguridad y derechos humanos al derecho internacional; reformar el Consejo de Seguridad de la ONU para dar más legitimidad a la intervención armada, con pruebas de umbral convincentes; modificar el ya anacrónico acuerdo geopolítico de 1945, que es la base de la toma de decisiones del Consejo de Seguridad, y extender la representación a todas las regiones en condiciones de igualdad; ampliar la jurisdicción del Consejo de Seguridad con un Consejo de Seguridad Social y Económica paralelo, para examinar y, si fuera necesario, intervenir, en todos los ámbitos de crisis humana -física, social, biológica y medioambiental- que puedan amenazar el libre albedrío del hombre; y crear una Organización Medioambiental Mundial que promueva la puesta en práctica de los acuerdos y tratados medioambientales existentes, y cuya principal misión sería la de garantizar que el desarrollo de los sistemas financieros y de comercio mundial sea compatible con el uso sostenible de los recursos mundiales.
La socialdemocracia en el plano del Estado nacional significa ser contumaz en la consecución de mercados libres, al tiempo que se insiste en la creación de un marco de valores compartidos y prácticas institucionales comunes. En el plano global significa la consecución de una agenda económica que equilibre la liberación de los mercados con los programas de reducción de la pobreza y la inmediata protección de los más vulnerables (en el norte, el sur, el este y el oeste).
El crecimiento económico puede proporcionar un poderoso impulso para la consecución de los objetivos de desarrollo humano. Pero el desarrollo económico sin regulación, que se limita a seguir las normas existentes y los arraigados intereses de la economía global, no conducirá a la prosperidad para todos. El desarrollo económico tiene que concebirse como un medio para alcanzar un fin, no como un fin en sí mismo.
¿Tenemos los recursos necesarios para llevar a la práctica dicho programa? Las cuatro grandes crisis interconectadas del orden multilateral son una prueba de la falta actual de voluntad política para enfrentarse a algunas de las amenazas globales más apremiantes. Pero no se puede decir que carezcamos de los medios. Unos cuantos ejemplos reveladores bastarán para demostrarlo. El presupuesto anual de la ONU es de 1.250 millones de dólares, más la financiación necesaria para el mantenimiento de la paz. Frente a esto, los ciudadanos estadounidenses gastan más de 8.000 millones de dólares al año en cosméticos, 27.000 millones de dólares en confitería, 70.000 millones de dólares en alcohol y más de 560.000 millones de dólares en coches.
O fijémonos en la Unión Europea: sus ciudadanos gastan 11.000 millones de dólares (9.130 millones de euros) al año en helados y 150.000 millones de dólares (124.500 millones de euros) en tabaco y alcohol, mientras que EE UU y la UE juntos gastan más de 17.000 millones de dólares (14.000 millones de euros) al año en comida para animales de compañía.
Si se retirasen todos los subsidios a la agricultura de la OCDE y se gastaran en los pueblos más pobres del mundo, se liberarían unos 300.000 millones de dólares al año. Un pequeño intercambio entre los presupuestos militares y de ayuda (respectivamente, 750.000 y 41.500 millones de euros al año globales) produciría una marcada diferencia en la agenda de la seguridad humana. Está claro que existen recursos económicos para implantar reformas que ayuden a los más pobres del mundo y a los menos afortunados. La verdadera cuestión es qué destino damos a nuestros recursos, a beneficio de quién y con qué fin.
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