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Reportaje:

El epicentro de la degradación

17.779 toxicómanos fueron atendidos el año pasado en las instalaciones de la Agencia Antidroga en Las Barranquillas

A escasos kilómetros del centro de la capital la degradación tiene nombre propio. En Las Barranquillas nadie se preocupa por el destino de sus vacaciones, ni por la hipoteca del banco. Sólo hay un objetivo: sobrevivir día a día al impulso del mono.

Acceder a este poblado, situado en el distrito de Villa de Vallecas, resulta una tarea complicada para cualquier osado que se atreva a acudir al mayor hipermecado de la droga de España. A la imagen ya deprimente que asalta al visitante desde la entrada al poblado - chabolas semiderruidas y cubiertas con mantas a modo de tejado, drogodependientes con apenas 50 kilos de peso, sucios y harapientos, polvo y suciedad-, se añade lo agreste del camino. Los baches y los socavones se suceden. Por no haber, no hay ni asfalto. Sólo algunos coches se atreven a realizar el trayecto que llega hasta las instalaciones de la Agencia Antidroga de la Comunidad, en las que 17.779 toxicómanos fueron atendidos el año pasado.

En el poblado malviven 1.500 personas en 175 chabolas, entre comerciantes, drogodependientes y sus familias -entre ellos, 400 niños-, si bien la cifra puede llegar hasta las 3.000 personas, según datos de la Agencia.

"Esta visión me hace reflexionar sobre la necesidad de dedicar recursos y no olvidar que existen problemas importantes que requieren atención", manifestaba ayer en las instalaciones de la Comunidad el consejero de Sanidad y Consumo, Manuel Lamela, quien irrumpió en la monotonía del poblado acompañado por el gerente de la Agencia Antidroga, Manuel Molina, y por un grupo de periodistas. La visita estaba motivada por la celebración hoy del día internacional contra el uso indebido y el tráfico ilícito de drogas.

Varios drogadictos tumbados en cartones en la puerta de las instalaciones habían recibido momentos antes a los recién llegados. "¡No hagáis fotos, no quiero salir en ningún lado!", gritaron algunos, mientras se cubrían la cara. Un par de niños en bicicleta merodeaban por las inmediaciones. Sólo observaban.

A escasos metros, un joven veinteañero, escuálido, ojeroso, con el torso desnudo, se inyectaba una dosis de mezcla de cocaína y heroína -también conocida como speed ball- en una de las 10 cabinas del Dispositivo Asistencial de Venopunción (Dave), conocido como narcosala.

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Un dibujo

"¡No quiero que me vea mi madre!, ¡no me grabéis!", gritaba el hombre detrás de la cortina, tras la cual hay un limitado escenario: una mesa, una silla y un depósito para dejar la jeringuilla usada. De la pared cuelga solitario un cartel con una ilustración de los vasos sanguíneos del brazo. "Los que llevan muchos años, y ya no se encuentran las venas, se ponen al lado del dibujo para dar con ella", explicaba uno de los 37 enfermeros, que en muchas ocasiones tiene que orientar al toxicómano sobre el lugar donde inyectarse la dosis.

En la narcosala -instalada hace cuatro años en un edificio prefabricado de apenas 200 metros cuadrados- se registraron el año pasado 43.817 venopunciones, una media de 120 al día; 892 de los que hasta allí acudieron lo hicieron por primera vez. Los drogodependientes, además de conseguir el material esterilizado y jeringuillas nuevas para suministrarse su dosis, reciben apoyo social, asesoramiento y asistencia médica.

Los abcesos (infecciones situadas en la zona donde se inyecta la droga), las patologías pulmonares y digestivas y las heridas por arma blanca son las curas más habituales. Las emergencias también son rutina: sólo el año pasado fueron atendidas 325, la mayoría por sobredosis.

Desde diciembre de 2001 la asistencia a los toxicómanos la completa el centro de emergencias, que sólo dispone de 54 camas (18 para mujeres y 36 para hombres). Sin embargo, por sus instalaciones pasaron en el año 2003 hasta 1.056 drogodependientes, que también recibieron comida, ropa limpia y la posibilidad (y obligación antes de acostarse) de ducharse. "Pero no podemos entrar cuando queremos. Nos echan hasta la hora de comer", se quejaba ayer un toxicómano, al tiempo que pedía dinero para combatir el síndrome de abstinencia. En el centro tampoco les dejan beber agua del grifo. Carteles en las paredes previenen de ello. "Hay algún problema en el sistema de depuración del agua", explicó el gerente de la Agencia.

En Las Barranquillas no hay nada a excepción de droga y miseria. Aun así, existen las clases sociales. Los machacas ejercen de relaciones públicas. Contactan a los consumidores con los distribuidores, buscan leña para encender hogueras, y consiguen comida y dinero. Todo a cambio de una dosis. Los boteros representan el escalón más bajo de la pirámide. Escarban en la basura para encontrar restos de comida.

Otros realizan un trabajo también a cambio de la dosis: son los maquinistas, encargados de pinchar a aquellos toxicómanos que no acuden a la narcosala, y que debido a su deterioro físico son incapaces de pincharse por sí mismos. Los indispensables para que continúe funcionando el mayor hipermercado de la droga son los cunderos, personas que trasladan en coche a los compradores desde la capital -desde puntos como Neptuno y el barrio de San Blas- hasta el interior. Cobran una media de tres euros por persona y viaje.

Cuando cae la noche, y en goteos sucesivos durante todo el día, las cundas (los coches de los cunderos) se suceden por los caminos. Arriba esperan los vendedores, mientras miles de toxicómanos sueñan con mundos lejanos, ajenos por un momento a la degradación en la que viven.

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