Inglaterra se hizo así
Para lo que hay en el mercado británico Tony Blair es de lo más europeísta. Cuando habla de la cooperación entre los Estados miembros en el seno de la UE, no se refiere sólo a vender y comprar, sino a proyectar una idea de Europa en el mundo; el fundador del New Labour jamás diría con la avidez de un tendero de Dickens "que nos devuelvan nuestro dinero", ni teme que la UE sea un compló para que los ingleses dejen de ser ingleses, lo que, además, es imposible. Pero no por ello abomina menos de todo lo que huela a una super-Europa. ¿Por qué un imperio decaído, que ya no puede proyectar por sí solo su fuerza allende los mares, rechaza una unión que podría devolverle el alcance mundial que hoy limosnea en Washington? ¿A qué se debe el éxito en las elecciones europeas de un partido que quiere sacar a Londres de la UE?
Cada país se construye sobre una serie de mitos de sí mismo, una forma de mirarse en el espejo, que en el caso inglés consiste en una relación de superioridad-providencialismo-alteridad con respecto a la Europa continental.
A los ingleses se les viene contando desde hace mucho que el papel de su país en el mundo ha consistido en buena medida en socorrer a Europa cada vez que una tiranía quería devorarla. Así, Felipe II, Luis XIV, Napoleón y Hitler mordieron el polvo porque por todo el mar el inglés estaba pronto a sacarle al continente las castañas del fuego. Cuando Enrique VIII pasaba en el siglo XVI de defensor fidei, honor concedido por el papa, a cismático jefe, lo que hacía, cualesquiera que fuesen sus necesidades fisiológicas más urgentes, era desvincular a Inglaterra de un poder europeo, el de la Iglesia de Roma; si en Lutero y Calvino había ruptura religiosa que se hacía política, con la hija de Enrique, Isabel I, había una ruptura política, que sólo se hacía plenamente religiosa con Cromwell y la Revolución gloriosa, a finales del XVII.
Desde entonces todo ha conspirado para que Gran Bretaña, denominación que expresa fundamentalmente lo inglés, se desarrollara como lo-que-no-es-del-todo-Europa. El esfuerzo militar volcado hacia lo marítimo subrayaba una repugnancia para combatir como los continentales, en tierra, y cuando tenían que hacerlo, como Wellington en lo que llaman peninsular war, era para echar pestes de sus aliados españoles contra Bonaparte, a los que se describía como salvajes, fanáticos, ignorantes, ni siquiera patrióticos, y lo que lo resume todo: papistas.
Inglaterra -Britannia, según el himno- reinaba en los mares y hacía una obra de arte del dominio indirecto a través de sátrapas, marajaes y reyezuelos varios. No hay libro de historia británico sobre el lugar y la época que deje de subrayar con plácido orgullo que el subcontinente indostánico se controlaba en el siglo XIX con no más de 35.000 soldados de Victoria, la reina-emperatriz. A comienzos del siglo XX, el inventor de la geopolítica, el inglés Halford Mackinder, proclamaba la victoria de la isla sobre el continente, donde sólo se hacía presente cuando sus obligaciones de poder universal le forzaban a ello. A Winston Churchill así se lo vendieron y el estadista -quizá, un personaje de Trollope- lo elevó a verdad revelada. Y el récord mundial del autoconvencimiento de que ser inglés es otra cosa aparecía al enterarnos, hace tan sólo unas décadas, de que el imperio se formó "en un arrebato de distracción"; como sin querer.
Pero lo esencial es que el inglés se ha inventado a sí mismo como un san Jorge que sólo abandona su medio cuando hay dragones continentales que alancear; y por ello resulta hoy tan mal recibida la idea de que vuelva al girón de Roma o de Bruselas. Eso es el sacro imperio y ya lo negaron una vez, cuando era monarquía universal cristiana. ¿Puede, sin embargo, el resquicio-Blair anunciar un destino europeo? El comisario de Comercio, Pascal Lamy, decía hace unos días en Madrid que sólo el líder británico "tenía una visión de Europa". El reciente veto de Blair a lo más federalizante de la Constitución de la UE no invita, sin embargo, al optimismo.
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