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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tortura y secreto

Las denuncias de torturas contra la Administración de Bush han vuelto a coincidir con un acto atroz, fotografiado para ser difundido: el degollamiento a manos de activistas de Al Qaeda en Arabia Saudí de un ciudadno de EE UU, el ingeniero Paul Marshall Johnson, contratado por los militares para dar servicio a los helicópteros Apache. La tortura parte de negar la condición humana al torturado. El asesinato quita la vida; y esta manera de hacer busca revolver los estómagos y dar la sensación de que no hay límites en la maldad. Pero ni la tortura justifica el asesinato ni el asesinato la tortura. El pulso de atrocidades debe cesar.

En condiciones de detención clandestina los abusos en los interrogatorios "no sólo son posibles, sino inevitables", según un portavoz de la organización Derechos Humanos Primero (HRF, por sus iniciales en inglés), que ha denunciado la existencia de al menos 13 centros secretos de detención de Estados Unidos en diversos países y en buques militares. La denuncia se produce días después de conocerse que la Administración de Bush se ha negado a entregar al Senado de EE UU sendos informes de los departamentos de Justicia y Defensa, de los años 2002 y 2003, en los que se defendería la legalidad y legitimidad, en determinadas circunstancias, de la tortura aplicada a terroristas.

Estas noticias sobre las torturas tienen una raíz común porque el secreto es consustancial a esta manera de actuar. Un argumento de la Administración estadounidense contra el régimen de Sadam fue que torturaba a sus oponentes. Cuando aparecieron las fotografías de los suplicios y tratos degradantes practicados por los soldados de la potencia ocupante en la prisión de Abu Ghraib, se dijo que una diferencia era que, al menos, esa situación podía denunciarse, lo que no ocurría en el Irak de Sadam. Es cierto, pero la diferencia no se debe a la voluntad de las autoridades de EE UU, que han tratado de mantener en secreto no ya las torturas, sino la existencia misma de instalaciones para prisioneros. Hay centros, como Guantánamo y varios en Afganistán, de los que ya se sabía que habían sido escenario de tratos inhumanos; pero lo que ahora se denuncia son lugares no reconocidos, secretos, en los que se encuentran bajo custodia estadounidense cientos o miles de detenidos sin posibilidad de control alguno.

La lucha contra el terrorismo plantea a la democracia dilemas morales de los que no se puede escapar sólo con buena conciencia o apelaciones a la superioridad moral. Esos dilemas son más agudos cuando enfrente hay personas cuyo fanatismo les lleva a considerar deseable la muerte propia si implica la de otros muchos, como en los atentados suicidas. Hoy sabemos que hay situaciones en las que es inevitable establecer ciertas restricciones de derechos y libertades para evitar un mal mayor. Pero esas restricciones tienen que estar sometidas a control: judicial, y de la opinión pública; y no pueden sobrepasar ciertos límites más allá de los cuales el Estado de derecho deja de existir.

La tortura es uno de esos límites. Admitirla como un mal necesario es claudicar ante el fanatismo; es la forma más eficaz, como se está viendo, de prolongar la cadena del odio y la venganza. Su eficacia para evitar ciertos males provoca otros mayores. Establecer excepciones al criterio general, como al parecer pretendió la Administración de Bush con los documentos que se niega a entregar al Senado, es una invitación a la impunidad, es decir, a la generalización de la excepción. Especialmente si no ya tales prácticas, sino el lugar mismo en que se realizan, es secreto: sin posibilidad de control.

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