Profesores
Un profesor de instituto publicó el domingo pasado en este periódico una carta al director en la que solicitaba irónicamente el perdón de todos nosotros por "haber malgastado mi vida estudiando una carrera, haciendo un doctorado y preparando una oposición mientras los demás se labraban un porvenir". Emilio Garoz, tal era su nombre, se disculpaba también por no haberse dado cuenta de que los institutos "no son lugares donde se va a aprender, sino guarderías, y que mi función no consiste en enseñar, sino en cuidar a los hijos de todos aquellos que sí realizan un trabajo productivo y provechoso para la sociedad". La lista de "faltas" incluía la de no aprobar gratuitamente a los alumnos, así como la de "no saber aguantar el desprecio, la humillación y el insulto diario". Concluía pidiendo excusas "por no haber sabido aceptar humildemente mi situación de desprestigio social; por no haber sabido aceptar que soy un parásito, un ciudadano de segunda, un desecho social...". La carta, como ven, era en realidad un espejo.
No conozco a Emilio Garoz, pero me temo que está al borde de la depresión, la enfermedad más extendida entre los enseñantes. Muchas veces, tratando de comprender la situación de los profesores, los imagino abandonados en un territorio hostil del que todo el mundo ha desertado. Desautorizados por las familias, mal pagados por el Estado, despreciados u odiados por los estudiantes, se les pide que no molesten, que finjan que todo marcha bien, para no alterar las rutinas de los padres, de los subsecretarios o de los mismos alumnos, ocupados en cosas más serias que la de atender las demandas de esa panda de idiotas. ¿Pero qué se puede esperar, en fin, de alguien que ha decidido dedicar su vida a la docencia?
Si algún joven expresara en casa el deseo de ser maestro, los padres correrían con él al psicólogo para ver qué rayos le ocurría a ese chico en la cabeza. Quiere decirse que hemos delegado la tarea de construir el porvenir en unos profesionales que sólo merecen nuestro desprecio. Realmente estamos locos de atar. La carta de Garoz era el grito desesperado de quien ha perdido ya toda esperanza. El problema es que con sus esperanzas se va al cuerno el futuro.
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