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¿Quién quiere casarse?

Que el matrimonio está en crisis es una evidencia que no ofrece novedad. ¿Es la extinción del matrimonio lo que se oculta tras esta evidencia? La llamada crisis de la pareja -un hombre y una mujer que se juntan voluntariamente para convivir- soporta hoy el tremendo escándalo de los malos tratos. Con datos sobre la mesa, se podría decir que existe una latente guerra entre hombres y mujeres, pero ya sabemos que, casi siempre, el conflicto recibe la prima del escándalo a través del altavoz mediático universal. En cambio, pasa mucho más desapercibido que los hombres y mujeres que conviven en paz -cada vez más fuera del matrimonio porque la sociedad se ha tomado en serio la protección de los derechos individuales- son testimonio de que, para que la convivencia sea posible, el matrimonio, entendido como acto civil, no es imprescindible.

Los jóvenes que, desde hace mucho, abominan de los papeles, no valoran siquiera el hecho del matrimonio civil, del que tan orgullosa está una generación de españoles. Consideran la convivencia como un acto privado, no como un contrato refrendado ante el público como cualquier Sociedad Anónima. Nadie se escandaliza ya cuando un chico y una chica se ponen a vivir juntos, sin más. El reconocimiento legal de las parejas de hecho viene a confirmar esta tendencia que los clásicos, a partir del concilio de Trento, llamaron concubinato. Los hijos que antes eran ilegales y estaban marcados por dolorosos estigmas sociales, hoy tienen el reconocimiento y la protección de sus derechos como personas. No hay diferencia, tampoco, entre las obligaciones de los padres casados y los solteros. Los jóvenes, por tanto, pueden ver el matrimonio como una formalidad innecesaria, sobre todo cuando el divorcio es una de sus perspectivas crecientes.

Han pasado muchos años y muchas penas para que las relaciones de pareja se instalen en un terreno que bordea la marginalidad institucional. Eso expresa el descrédito de una costumbre social -casarse- que ha estructurado toda la sociedad. Casarse ya no es el único derecho que, en otras épocas, por ejemplo, necesitaban las mujeres o los hijos para existir en la sociedad. No todo está arreglado, ni mucho menos, pero ahí está el creciente número de individuos que se juntan y se separan por su decisión personal, sin testigos burocráticos. Las familias son, desde hace tiempo, múltiples y de todas clases: sólo se valora en ellas la voluntad de convivir.

Para una sociedad conservadora como la nuestra, que ha visto esta evolución con alarma y escándalo en no pocos momentos, es un enorme cambio -cuyas consecuencias aún están por ver en buena medida- que el matrimonio legal no sea percibido por las nuevas generaciones como requisito imprescindible para andar por la vida. Por ello, resulta sorprendente que hoy sean los homosexuales los aparentemente más partidarios del matrimonio. Si no fuera porque, probablemente, esa reivindicación esconde otras referidas a los derechos individuales de estas personas, se diría que gays y lesbianas se empeñan en ir contra corriente. No tendría sentido reivindicar más papeles para bendecir actos privados si, tras el hecho de casarse, no se ocultara el papel social de la paternidad/maternidad cuyo debate enciende los ánimos en un país cuyo punto fuerte, hoy, no es procrear.

El debate está lejos de existir de forma razonable, sin hipocresía y sin oportunismos de todo tipo. No es algo exclusivamente español: el cambio familiar sucede en todas partes. En Estados Unidos, 250.000 niños son ya educados por padres del mismo sexo. En Francia, un importante magistrado (Jean de Maillard en Le Monde 28 de mayo) ha pedido la supresión del matrimonio civil alegando que es "inútil" cuando los derechos de las personas se protegen por otras vías. Observa que el sueño de que el matrimonio sea un acto privado -y, en tanto que tal, perfectamente religioso, que no civil- puede traducirse, por el momento, en un matrimonio a la carta: tener papeles es, pues, puro capricho. El magistrado desconfía que la sociedad francesa digiera la supresión del matrimonio pese a que, como institución, el contrato matrimonial sólo tiene consecuencias civiles sobre su propia disolución: el divorcio. Ahí está la sugerencia. Es la primera vez que escucho un alegato solvente de este calibre: por eso lo explico.

¿Suprimir el matrimonio como institución civil? ¿Por qué no, dadas las perspectivas? Y algo más: ¿se puede en España mantener un debate civilizado sobre una realidad que desmonta tantos mitos, mientras, por el contrario, las bodas se transforman en puro espectáculo y en una industria de consumo como cualquier otra?

Margarita Rivière es periodista y escritora.

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