Asombrosa niña
El filme neozelandés Whale rider tiene algo de ficción limítrofe con el documento antropológico. Es, escrito en lenguaje de este tiempo, un relato ancestral que rescata una remota raíz identificadora del pueblo maorí que sobrevive a la deriva en territorios de Nueva Zelanda.
Esta raíz es la leyenda de la ballena madre, especie de leviatán mesiánico que un día volverá a salir de las sombras del océano conducido por un guía salvador del pueblo maorí. Ahora, en estos días, un profeta maorí, vigilante del destino de su pueblo, cree que la llegada del salvador es inminente y que éste será el nieto que espera. Pero ese nieto nace y es una niña, lo que echa por tierra el andamio mitológico del abuelo, que rechaza violentamente que una mujer pueda ser la gran conductora. Pero la niña crece y lo hace con tanta luz, que las viejas piedras que sostienen las tradiciones maoríes se tambalean e incluso se invierten ante el sacrílego advenimiento de una mujer mesías.
WHALE RIDER
Dirección: Niki Caro. Intérpretes: Keisha Castle Hughes, Rawiri Paretene, Vicky Haugthon, Cliff Curtis y Grant Rosa. Género: drama. Alemania / Nueva Zelanda. Duración: 101 minutos.
La fuerza metafórica del filme es evidente, casi obvia. Describe muy bien la vida cotidiana de una pequeña comunidad maorí y despliega algunos dibujos de personajes muy vivos, sobre todo las mujeres, entre ellas el dúo abuela-nieta, del que despega la hermosa niña protagonista, Keisha Castle-Hughes, que hace un trabajo de maravillosa claridad y que le valió ser candidata al oscar. Hay espontaneidad de niña en ella, pero hay también dotes de actriz concienzuda. Logra algunos momentos interpretativos inolvidables, como su discurso en la escuela sobre su despreciativo abuelo. Pero hay más: el encuentro de la niña con la ballena varada y muchos pequeños toques de gran delicadeza y calidades expresivas en los que se ve la mano de la dirección de Niki Caro, que construye una película elegante y de imagen limpia y transparente, en la que flotan metáforas universales arrancadas sin forzar de un mundo de extrema pequeñez, el de los hombres y mujeres maoríes, nuestros lejanos antípodas, que muestran un espíritu que les hace gente cercana, nuestra, de aquí al lado.
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