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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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El Papa y el Emperador

Hay a quien le sienta mal la comida. A mí es el telediario lo que me produce digestiones pesadas. En la siesta del fin de semana, soñé que el Papa se reunía con el Emperador junto al obelisco de la Plaza de San Pedro. Hollywood filmaba en tiempo real un duelo de titanes entre el señor del poder material y el patriarca del poder espiritual.

Escrutado por las implacables miradas de las estatuas, el Emperador informa a Wojtyla sobre la invasión de Irak. La gracia, como diría un antiguo chino, es que el Papa ya sabe las verdaderas razones y Bush sabe que lo sabe. Pero la diplomacia es aparentar que uno no sabe que el otro sabe que uno sabe.

"Santidad, la guerra en Irak es un acto de justicia. Pues si Dios ha puesto sobre mí la pesada carga del imperio es para que decida, en las fronteras exteriores, dónde y cuándo se libran las guerras que salvaguardan el orden de nuestra civilización frente a los pueblos bárbaros; y en el interior, cuál es la insurgencia civil contra nuestros valores que deba ser reprimida. La decisión sobre la guerra es inherente a mi elevada responsabilidad y la justeza de la misma es su atributo inseparable". El Presidente lleva semanas memorizando el párrafo. No se ha comido ni una palabra. Sonríe de satisfacción, hace una pausa y concluye: "La decisión fue justa y buena. Pero la prensa impía se empeña en interpretar erróneamente los acontecimientos. Se vitupera al Emperador a pocos meses de las elecciones. Por eso necesito con urgencia una bula apostólica de la Santa Cruzada que colme de bendiciones morales a los prestamistas y empresarios que contribuyan a los gastos de esta guerra contra los infieles".

El Papa le ha escuchado atentamente y le señala descaradamente con el dedo mientras responde: "Hijo mío, una buena justificación es la única garantía de que la decisión es buena. Pues si la decisión no es buena, la justificación nunca alcanzará la excelencia".

El Presidente no entiende que deba ofrecer justificación de sus decisiones quien detenta el poder del mundo. No sabe que otro Emperador, mucho antes que él, tuvo que acudir, andando sobre la nieve vestido de saco y con ceniza en su cabeza, a dar explicaciones al Papa. Es decir, a que le perdonase. Su ignorancia le permite pensar que la culpa la tienen las novias que regalan maquinitas de fotos digitales a los estúpidos soldados aficionados a los souvenirs.

La cámara capta a los dos hombres que se alejan del obelisco dándose la espalda, como mochuelos que vuelven a su olivo de partida. A la sombra de las columnas de Bernini, Condolezza Rice pregunta y Bush le responde: "Pues mira; entre el Parkinson y que habla en polaco, no me he enterado de nada".

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