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"Soy el primer soldado de Colombia"

Uribe siempre ha querido ser "el primer soldado de Colombia". Ya amenazó con ello en la campaña electoral hace dos años, y lo ha cumplido tan al pie de la letra que muchos altos uniformados preferirían que se hubiera conformado con ser el segundo o el tercero, para respirar un poco. Es fama que interviene en todo: compras, ventas, repuestos, compuestos, plan de operaciones, prevenir y curar, hablar y callar. Así, cuando le decimos en la Embajada colombiana en Madrid, en aquel sábado de boda universal, que eso se dice de él en Bogotá, ríe para sí mismo.

Interrumpe la conversación para amorrarse a un cordón umbilical que le conecta permanentemente con Colombia. Un edecán le informa. ¿Bombazo? ¿Cocaína en una sopera de palacio? No. Han quemado dos vehículos en Pensilvania, localidad de Caldas, que estaba en fiestas. Sólo un susto, y para Colombia mucho menos que business as usual. El presidente toma el celular y pide que le pongan con el coronel Palomino. "¿Cómo les dejaron hacer ese daño en fiestas? Hay que ir detrás de ellos. Imagínese la gente en fiestas y que le quemen dos vehículos. Hay que capturarlos preventivamente". No habla con signos de admiración, pero sí más golpeado -fuerte, subrayado- de lo que el colombiano suele, pero lo hace transmitiendo diligencia, impaciencia, incontinencia. Casi como si dijera: "¡Son como niños. Si yo no los estuviera vigilando!". Continúa. "Hay que mantener la iniciativa. No podemos vivir para reaccionar. Esto es un retraso en un fin de semana de fiestas. Voy a llamar al coronel Restrepo". Pero el presidente sabe que también se está dirigiendo a los periodistas, que esperan en butaca de platea a reanudar la entrevista. Es como el teatrillo que montó en Arauca, remoto lugarejo al que nunca han gustado de acercarse presidentes, donde celebró un consejo de gobierno televisado de tres días. Culebrón, poblado de envarados, escrutados ministros.

Uribe engulle un medicamento para la gripa. Pide comunicación con el coronel Restrepo, pero le sale el mayor Muñoz y, tras un intercambio al que el oficial contribuye, básicamente, con asentimientos, dice que le "ponga" sus explicaciones en un informe, y que va a llamar al general Rueda en Armenia -capital del Quindío que, con Caldas y Risaralda, forman el Viejo Caldas, que es como decir Covadonga, Roncesvalles y la Pilarica, todo en uno, de lo colombiano-.

Los miramientos se extreman. "Mi general; respetuosamente, mi general". Las pausas se hacen más prolongadas. El general no musita, ni telegrafía; habla. "Le ruego" -larga pausa- "habíamos recuperado la confianza ahí" -segundo hiato- "que tengan esos grupos de inteligencia, respetuosamente, preparados para impedir que los delincuentes penetren. Voy a llamar al senador Óscar Iván. Hay que ganar espacio en esa cordillera". Se hace un último silencio. "Le agradezco mucho, general, muy amable". Pero no hay manera de dar con el senador, y Uribe tiene que volver con entusiasmo mitigado a la entrevista. El acto ha terminado.

A la toma de posesión, hace dos veranos, al menos 300 de los 1.100 municipios del país no conocían la presencia de la fuerza pública. Al día siguiente de la jura, el 8 de agosto de 2002, el mandatario viajaba a Valledupar y Florencia, y en esta última capital de provincia, grandona, destartalada, los alcaldes le dijeron que a dos cuadras comenzaba la república insurgente de las FARC. Hoy asegura Uribe que no hay cabecera municipal que carezca de uniformados.

Y los colombianos, masivamente, parecen creerle.

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