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Importancia de los impuestos

En mitad de la tragedia, también esta vez se confirmó: en las elecciones, los ciudadanos, aunque sea por un instante y a través de mil mediaciones, ejercen un cierto control sobre las decisiones que rigen sus vidas.

Y, sin embargo, pareciera que todo lo que las elecciones ganan para la democracia se encargan los procesos electorales de echarlo a perder. Especialmente desolador resulta el espectáculo del mercadeo de promesas, decoradas con una imposible precisión numérica: tantos empleos, no sé cuantos pisos, chiquicientos policías. Por lo general, al modo de las subastas, los números van al alza y los competidores, en pleno calentón, ceban sus mutuas promesas a sabiendas de que las auditorías nunca llegan. Porque, en el entretanto, pasan otras cosas que son las que acaban por fijar la agenda política. En las próximas elecciones habrá otros Prestiges, otros Irak, retos que hoy no podemos anticipar y sobre los que habrá que pedir cuentas. O al menos habría que pedir cuentas. Pero, salvo que como esta vez rebroten los dramas dormidos, no lo haremos y otras nuevas subastas enturbiarán el escrutinio.

Sólo hay un mercadeo numérico a la baja: los impuestos. Basta una superficial mirada a las hemerotecas en los años de la transición para ver lo mucho que han cambiado las cosas en los últimos treinta años. Para peor. En aquellos días no había partido político que a cara descubierta defendiera la rebaja de impuestos.

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Alguien dirá que era cosa de las ideas económicas, que aquéllos eran años de teorías keynesianas, teorías que hoy ya no servirían. Pero no estoy seguro de que la explicación sea ésa. Al menos, no es toda la explicación. En el muy surtido circuito de las ideas económicas no faltan teorías al servicio de casi cualquier causa. Por supuesto, existen controles de calidad de las ideas y se han ido aplicando, pero tampoco se pueden ignorar las complicaciones para evaluar empíricamente las propuestas ni las muchas mediaciones entre las teorías económicas y las aplicaciones políticas. De hecho, en aquellos años se hacía mucho caso a la llamada "curva de Laffer", que parecía mostrar que, superado cierto umbral impositivo, la recaudación disminuía. La ocurrencia nunca tuvo cimientos sólidos, lo que impidió que cumpliera su servicio al pensamiento conservador. De hecho, todavía lo cumple.

Quizá la explicación hay que buscarla en otra parte. En aquel tiempo la izquierda, aunque no del poder, sí disponía de influencia ideológica. Parecía extendida la convicción de que la garantía última de los derechos ciudadanos es el compromiso colectivo con ellos, y que, por eso mismo, una sociedad seriamente democrática resulta incompatible con agudas disparidades sociales que vetan el desarrollo de elementales sentimientos de reciprocidad.

Sea cual sea la explicación, lo que sí resulta indiscutible es el cambio de perspectiva: los impuestos hoy tienen mala prensa. El cambio en la apreciación moral se deja ver en la resignada aceptación del fraude fiscal porque, se dice, "resulta difícil de perseguir". Un argumento difícil de atender: también resulta difícil de perseguir el terrorismo, pero precisamente porque lo condenamos moralmente es por lo que lo combatimos sin tregua.

A ese cambio en la valoración parece haberse sumado la izquierda sin excesiva meditación acerca de lo que supone e implica. E implica y supone mucho. Entre otras cosas, porque los evidentes perjuicios que para la propia democracia produce una cultura que ve con malos ojos la contribución de todos a la mutua garantía de derechos se agravan si ya no queda nadie en condiciones de enderezar el curso de las cosas. Y sucede que, en lugar de afirmar sus puntos de vista, esa izquierda ha suscrito propuestas que son cualquier cosa menos inocentes desde el punto de vista ideológico. Propuestas cuya aceptación conlleva comprometerse con principios que poco tienen que ver con los que la identifican. Y al final ya sabemos lo que pasa. Lo dijo Aristóteles y lo recuerdan los psicólogos: poco a poco, aunque sólo sea porque tenemos que sobrellevar nuestra propia biografía, acomodamos las convicciones a las acciones y la máscara que nos ponemos es cara que se nos sedimenta.

Por eso conviene recordar la anatomía moral de la crítica conservadora a los impuestos y ver su alcance. Ésta descalifica a los impuestos por dos razones. La primera apela a la justicia: los impuestos son condenables porque nos arrebatan "lo que es nuestro". La segunda invoca la libertad: "el Estado se entromete en nuestras vidas". Ni una ni otra, miradas de cerca, resultan tan claras como parecen.

La primera crítica asume que la distribución correcta, la justa, es la que se produce a través de salarios y beneficios, la del mercado. Los individuos ofrecerían sus servicios y a cambio recibirían lo que merecen por su participación en la producción. La injusticia empezaría más tarde, cuando "lo que es de cada uno le es arrebatado por los impuestos". El supuesto fundamental de esta argumentación es que "el mercado distribuye justamente". Con eso se quiere decir que el mercado está en condiciones de reconocer y retribuir "la capacidad de cada cual", en donde "capacidad" unas veces se entiende como esfuerzo y otras como talento.

Casi todo lo que supone esa crítica presenta problemas. En primer lugar, no es seguro que una distribución que atienda a los talentos o al esfuerzo sea, sin más, justa. Después de todo, nuestros talentos son en buena medida resultado de un buen azar genético o social, de haber nacido con ciertas capacidades o en determinada clase social. Nada que tenga que ver con esfuerzos personales o con elecciones responsables. Por otra parte, lo que consideramos "talento" es cosa bien mudadiza que se aviene mal con los rasgos de imparcialidad que asociamos a la idea de justicia: los "talentos" que justifican pagar una fortuna a un futbolista hoy resultaban irrelevantes hace cien años. Pero es que, además, resulta discutible que, en la realidad, la distribución del producto social tenga que ver con talentos o esfuerzos. No podemos pensar que son cambios en el esfuerzo o el talento los que explican que mientras en 1980 un director ejecutivo ganaba 42 veces lo que un trabajador de una fábrica, hoy gane 475 veces.

Quizá la mejor prueba de que la distribución nada tiene que ver con las distintas capacidades es la generalización de ese tipo de distribución, hasta ahora reservado a las estrellas de la música y el deporte, que los economistas llaman "el ganador se lo lleva todo": entre individuos que realizan parejas actividades, entre ellos los altos ejecutivos, hay unos pocos que consiguen verdaderas fortunas y los más, no muy diferentes de los primeros, se concentran en el otro extremo de la escala retributiva. En todos esos casos las abismales diferencias de ingresos poco tienen que ver con el esfuerzo o el talento. Si hoy se hace lo mismo que ayer y se paga diferente, antes o ahora, en algún momento, algo no funciona.

La tesis de la "maldad de los impuestos" parece asumir una visión según la cual a una distribución "justa y natural" de producto social, la que se produce por el mercado, se le impondría una suerte de carcasa institucional, de leyes e intromisiones, que malbarataría el normal y correcto orden del mundo. Nada más falso. Los procesos de producción, las retribuciones o los intercambios no existen en un vacío legal. Son ellos mismos marcos institucionales que rigen el acceso a la propiedad, las condiciones de trabajo y la distribución de producto social. Constituyen un paisaje tan "artificial" como cualquier otra institución humana y, por ende, tan susceptible de ser valorado como justo o injusto.

Y con eso ya estamos en el otro pie de la objeción conservadora, la que critica los impuestos porque suponen intromisiones en nuestras vidas, porque atentan contra nuestra libertad. Según el ideal conservador, uno es libre mientras no es objeto de interferencias, mientras nadie le prohíbe hacer lo que quiere. El Estado, cuando me quita lo que "es mío", me impide hacer lo que yo quiero y, por ello, limita mi libertad. Cuando la izquierda de otra hora recordaba que aunque a los pobres nadie les impide ir a Maxim's a cenar, no por ello son libres para hacerlo, la derecha replicaba que eso es confundir las cosas, confundir la libertad con el poder de hacer, dos asuntos bien distintos: nadie diría que tengo limitada mi libertad porque no puedo viajar a una velocidad superior a la de la luz.

Pero también ahora la argumentación conservadora resulta menos convincente de lo que parece. El problema fundamental radica en que es falso que la redistribución de riqueza no tenga nada que ver con la libertad, incluso en ese sentido conservador de "libertad como ausencia de intromisiones". Mi libertad para entrar en tu casa se ve "interferida" por la ley. Si te compro la casa, podré entrar cuando quiera y la prohibición desaparecerá. El dinero es una suerte de licencia para actuar que nos permite eliminar muchas de las prohibiciones que limitan nuestras acciones. Entre ellas, los derechos de propiedad que, de hecho, son intromisiones que prohíben ciertas cosas y permiten otras. En ese sentido, cuando se redistribuye riqueza, lo que se hace es igualar el acceso a la libertad entre los ciudadanos.

Al suscribir estos argumentos, la izquierda se juega algo más que unos resultados electores. Entre otras cosas, además de su identidad, entender a los votantes. Es innegable que a nadie le gusta pagar impuestos. Pero de ahí no se sigue que para ganar las elecciones hay que prometer rebajas fiscales. Los ciudadanos no sólo tienen preferencias acerca de su vida, sino que también tienen preferencias acerca de la vida colectiva. Y las que aparecen en las elecciones son estas últimas. En el caso Lewinsky, las encuestas mostraron que, aunque los norteamericanos podían tener un interés morboso por la vida privada de los políticos, ello no era incompatible con preferir una sociedad en donde esté regulada la explotación informativa de la vida privada. Podemos experimentar pereza a la hora de adoptar elecciones personales ambientalistas, pero ello no nos impide tener preferencias públicas a favor de penalizar compartimentos antiecológicos. Podemos tener poca disposición a pagar impuestos o a ayudar personalmente a un indigente, pero eso no es incompatible con tener ideas de justicia que nos hacen preferir un sistema institucional que obligue a todos a ayudar a los que están peor. En todos esos casos, en realidad, lo que queremos son diseños institucionales que no nos exijan comportamientos heroicos, que nos hagan fácil comportarnos como mejores personas.

La tragedia de Madrid nos recordó, además de la importancia de unos servicios públicos que funcionen, de unas instituciones que planifiquen y coordinen, la existencia de unas energías cívicas que, bien canalizadas por las instituciones, son capaces de enfrentar retos de enorme envergadura. Unas enseñanzas a no olvidar en estos tiempos de críticas sin razones de "lo público" de apologías urgentes de las "soluciones de mercado".

Cuando se acompasa la identidad al rumbo de los tiempos, es fácil acabar por olvidar a dónde se quería ir y recalar allí donde deciden las corrientes que mandan. Importa caminar, pero sin olvidar que se camina para llegar a alguna parte. A veces es mejor guarecerse hasta que escampe y reemprender la marcha cuando se pueda. Al menos no se habrá desandado camino.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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