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Análisis:EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Moverse en las edades

A LO LARGO de la obra de Fuentes reaparece, como leitmotiv u obsesión, el desfondamiento del tiempo. No es casual que su página web se llame La Edad del Tiempo, nombre con el que el propio Fuentes ha englobado buena parte de su producción narrativa. Por lo mismo, tal vez a nadie se aplique mejor que a Carlos Fuentes la idea de que la escritura es un reto a duelo con el tiempo.

Su nuevo libro de relatos no es una excepción. En Inquieta compañía el tiempo es protagonista. O más bien, el revés del tiempo. Si se aplica a este libro el epíteto de lo extraordinario, es porque en la mayor parte de sus relatos el tiempo se descose e irrumpen, como salidos desde la oscuridad, fantasmas o vampiros de otras épocas a decirnos que la capa de tierra que separa los vivos de los muertos puede desvanecerse a la primera de cambio. Y en este guiño en que lo mágico suele asumir el rostro de lo trágico, cuando no de lo absurdo o lo demoniaco, la trama gira hacia atrás e irrumpen, tras los personajes, los espectros de otros personajes que vienen de otros siglos, esqueletos desenterrados que pueden presentarse como acreedores y deudores, resueltos a restaurar alguna forma, por perversa que sea, de justicia pendiente.

Cuando el tiempo se descose irrumpe lo extraordinario. En esto Fuentes dialoga, por debajo del texto, con sus pares: Meyring, Kafka, Poe, Lewis Caroll, Chesterton, Calvino, Borges y Cortázar, entre otros. El médico que descubre en una visita domiciliaria que nada corresponde con su idea de las cosas (una inevitable evocación del médico rural de Franz Kafka); las casas con ventanas tapiadas o salidas vetadas o vericuetos siniestros que dividen tajantemente el mundo entre el afuera y el adentro (¿no dicen los manuales de psicología que las casas que soñamos son metáforas de nosotros mismos?); la familia lejana que aloja anacronismos que desafían la lógica del tiempo (y que evocan esa otra familia lejana que Fuentes nos regaló hace tiempo); la mujer misteriosa que de golpe atisbamos al otro lado de la ventana y se nos vuelve imprescindible. Arquetipos que siguen sudando en el closet, tanto del inconsciente colectivo como de la literatura.

¿Cómo opera lo extraordinario?

Primero, difuminando la frontera que separa lo real de lo mimético o de lo imaginario. Irrumpe cuando dentro de la propia ficción se pierden los límites entre lo ficticio y lo real, entre lo representado y lo vivido, entre el actor y el espectador, entre el guión de la película y la textura de la celulosa. O cuando el espejo ya no devuelve la imagen fiel sino la de otro que es él mismo pero en el revés del tiempo. O la foto que en lugar de permanecer inmutable se transfigura para acompañar las vicisitudes de la biografía o invertir las secuencias de la edad. ¿Qué más real, desde el fondo de la mirada y desde la punta de la pluma (porque Fuentes sigue escribiendo con pluma), que el punto en que la representación y la vida de carne y hueso se empiezan a compenetrar, el momento sin retorno en que perdemos la certidumbre sobre nuestra propia identidad y cuesta discernir si lo que ocurre es obra de nuestra obsesión o ley de la materia, el estallido mudo en que la imagen pierde su lisura y se alquimiza en túnel o en catapulta? ¿Será que la máscara termina transfigurando el rostro, o acaso emerge desde el fondo del rostro? ¿O será que el reflejo se hace infiel, arranca del cristal, toma posesión del sujeto y lo manda al fondo del espejo a vivir el reflejo de otro? ¿Quién proyecta a quién, y en qué momento se cuela ese aguafiestas que de golpe se las da de demiurgo? En lo extraordinario todo tiene un reverso, una duplicación que destruye la identidad, una historia subterránea que al destaparse hace que la historia de la superficie se revele a su vez como pretexto, instrumento o títere de un estigma atávico. También nosotros, lectores, de golpe nos vemos obligados a rehacer la trama para reubicar a los protagonistas como marionetas de otros protagonistas que vienen de muy lejos o de muy atrás, reclamando venganza, pidiendo redención o acaso una nueva oportunidad para volver a vivir.

Los cuentos de este libro tal vez tengan, casi todos, esa recurrencia: se mueven entre edades, hacen revivir los cadáveres. En algún momento algo retorna de su sepultura. Lo insepulto y a la vez lo inacabado siempre vuelven ("y sin embargo, una voz sagrada, escondida hasta ese momento, me dijo al oído, desde adentro de mi alma, que el secreto del mundo es que está inacabado porque Dios mismo está inacabado" -si Dios estuviese acabado, probablemente no tendríamos más literatura-). De una parte el retorno de la maldición, pero de otra parte, y ésta es la vocación liberadora del demonio, la posibilidad de abrir el tiempo a todos sus tiempos. Lo extraordinario tiene su parte mefistofélica: libera de la pesantez del presente pero a costa de un pasado pendiente o un otro presente latente, por querer retornar o manifestarse con desesperación, termina haciéndolo con furia.

Un último subterfugio: México. A la larga siempre es México que habla a través de Fuentes. México atravesado por otro que llega -un-parisino-mexicano, una gringa, un alemán, balcánico, polaco-. Como el propio Fuentes, que tuvo como destino y luego como elección moverse entre afuera y adentro. El país que mezcla sangres, sudores y lágrimas se contrae mestizándose para sus exabruptos de identidad, y se prodiga hibridizándose para entrar y salir de la modernidad. Y que al hacerlo hace convivir los tiempos como si fuesen alfabetos que se susurran sus respectivos enigmas bajo las ruinas. "Y es que en México, a pesar de todas las apariencias de modernidad, nada muere por completo. Es como si el pasado sólo entrase en receso, guardado en un sótano de cachivaches inservibles. Y un buen día, zas, la palabra, el acto, la memoria más inesperada, se hacen presentes, cuadrándose ante nosotros, como un cómico fantasmal, el espectro del Cantinflas tricolor que todos los mexicanos llevamos dentro, diciéndonos: -A sus órdenes, jefe". México mezcla las edades, se alimenta de historias inacabadas que lo hacen vital y espectral a la vez, donde hasta los ancianos arrastran destinos larvarios. Como un vampiro, pareciera decirnos: "Yo tengo el poder de escoger mis edades. Puedo aparecer viejo, joven, o siguiendo el curso natural de los años". México o lo extraordinario hecho carne con su desfile mudo de estrías telúricas: a cada rato abandona la sepultura para sembrar la perplejidad entre los vivos, se renueva devorando a sus criaturas, vive de historias truncas e hilachas tercas, esconde el cuerpo de la insumisión bajo la máscara de la sumisión, navega en aguas de fantasmas y levanta sobre una laguna la ciudad más poblada del mundo. Y transgrede el tiempo lineal con el revés del tiempo, ese revés en que porfían los anacronismos como signo de la fatalidad pero también como reinvención inacabable, en fin, como inquieta compañía. Universal a fuerza de singularidad. Como los relatos extraordinarios, doblemente extraordinarios, de Carlos Fuentes.

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