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Reportaje:

Cara a cara con el terrorismo

Sorprendente diálogo entre una víctima del atentado de Casablanca y la madre de un 'kamikaze' islamista

"Pero si se parecía a ti". "Tenía tus rasgos, tu estatura". A Cherif Mohamed Zerruki, el rostro de Zahra Bulqiaden le recuerda el de aquel joven que, hace un año, intentó asesinarle cuando se disponía a cenar en el restaurante atiborrado de la Casa de España de Casablanca. El joven se llamaba Abdelfeta, tenía 27 años y falleció el 16 de mayo de 2003 al accionar el cinturón de explosivos que llevaba debajo de la ropa. Veintidós de las 33 víctimas mortales de aquellos atentados, a las que hay que añadir 12 kamikazes islamistas, perdieron la vida en el patio de ese club social privado español.

Zerruki resultó herido en la cabeza, la oreja y el pie, pero su mujer y una de sus hijas, que estaban de camino hacia el restaurante, se libraron de la matanza. Zerruki, de 54 años, gerente de una empresa de material hospitalario, bilingüe árabe-francés, ha enviado a sus hijos a estudiar a Estados Unidos. Encorbatado, vestido con un elegante traje azul marino, fuma sin parar tabaco norteamericano.

"Somos víctimas las madres de todos estos chavales", dice la madre del suicida

Zahra, de 45 años, aunque aparenta bastantes más, se trasladó en 1978 de un pueblo cercano a Settat a Sidi Mumen, una barriada de chabolas al norte de Casablanca de donde eran originarios los kamikazes. Zahra, viuda, era madre de Abdelfeta, su único hijo, al que vio por última vez dos días antes del magnicidio. Analfabeta, se ganaba la vida bordando manteles y vestidos, pero desde hace un año apenas recibe encargos y vive de la ayuda que le proporciona una hermana.

Zerruki y Zahra pertenecen a dos mundos diferentes. Nunca se hubiesen hablado de no haber sido porque el primero es ahora presidente de la Asociación de las Víctimas del 16 de Mayo, y ella tuvo un hijo que participó en aquella matanza. Él no ha titubeado a la hora de aceptar la propuesta, del semanario Le Journal, de Casablanca, para acudir a un encuentro, el pasado jueves por la tarde, con la madre de su verdugo.

Ella ha dudado algo más, pero acabó aceptando. Se ha puesto su mejor chilaba y un elegante hijab (pañuelo) sobre la cabeza. Padece una dolencia cardiaca. Sentada frente al hombre que su hijo intentó matar, estruja entre sus manos una bolsita de plástico y mira al suelo mientras su interlocutor gesticula cuando rememora la escena que ha marcado su vida y que aún le impide dormir con sosiego.

"Le tenía enfrente, a unos metros; pude observar su rostro y su atuendo", recuerda Zerruki. Pese al calor, Abdelfeta "llevaba una camisa vaquera, que se quitó y tiró, y debajo otra de lana con cuadros azules, blancos y marrones" con los explosivos pegados a la piel. "Él provocó el primer estallido y después hubo otro, al lado de la caja". En total fueron cuatro las explosiones que asolaron aquel recinto, en el que perdieron la vida cuatro españoles, y Zerruki estaba tan convencido de que había llegado el turno que llamó al móvil de Fátima, su mujer, para despedirse de ella.

"Dios sólo lo sabe", repite monótonamente Zahra mientras escucha el relato. "Porque yo no sé si mi hijo está vivo o muerto", explica con voz tímida. Nunca le ha sido entregado el cadáver y ni siquiera posee un certificado de defunción, pese a haberlo solicitado al caíd (autoridad administrativa) del barrio. Sí recuerda que, cuando convivían bajo el mismo techo de hojalata, Abdelfata era cariñoso con ella, la cuidaba.

Zahra ya no aguanta más. Tira de la punta del hijab para taparse el rostro y secarse las lágrimas que empieza a derramar. Zerruki, callado, la observa un momento llorar hasta que este grandullón extravertido se levanta, la besa una y otra vez en la cabeza, le agarra la mano y le prodiga palabras de ánimo. Cuando se vuelve a sentar tiene los ojos enrojecidos y permanece en silencio hasta que suena el timbre de un móvil.

"¿Que por qué estoy aquí, frente a ella?", se pregunta Zerruki antes de contestarse a sí mismo. "Porque un año después ha llegado la hora del perdón, de la reconciliación", afirma. "Porque ella no es culpable de nada. Porque no se gana nada siendo rencoroso. Porque hay que ayudarla, reintegrarla. Porque soy creyente, trato de ser un buen musulmán, mi religión es tolerante y debo, por tanto, ser tolerante con los demás".

No todos los miembros de la asociación que encabeza estaban entusiasmados por el encuentro con Zahra. Pero Zerruki posee, acaso, más motivos para comprenderla. "Cuando uno de mis hijos tenía 14 años se hizo islamista y me costó Dios y ayuda que rompiese con la mezquita integrista en la que se pasaba el día", afirma. Después, en 2002, su hija pequeña, de 13 años, falleció al caer accidentalmente de un segundo piso.

Pero la desgracia de Zahra es todavía mayor porque ha perdido a su único hijo y en el barrio en el que malvive es ahora una apestada. "Mi vida es un infierno", asegura. "Nadie me dirige la palabra, nadie me encarga trabajos de costura. La policía se llevó todo lo que era de mi hijo. No poseo una foto suya, ni tampoco el libro de familia. Al no carecer de él mi nieto -Abdelfeta estuvo casado y se divorció-, no puede ser escolarizado", cuenta entre sollozos.

"Soy víctima, somos víctimas las madres de todos estos chavales, de una gran injusticia", prosigue Zahra sin echar la culpa a nadie. Zerruki "también es una víctima de las casualidades de la vida", añade, entremezclando sus palabras con invocaciones a Dios. "Al venir aquí he visto que mi dolor es compartido. Eso lo amortigua. Pero el perdón lo atenúa aún más". Zahra pide una alfombra de oración y se pone a rezar sola en el suelo.

Nada cambia en Sidi Mumen

"Mi hijo murió. Dejémosle en paz. Déjenos en paz". A través de la puerta entreabierta de su chabola la madre de Mohamed el Mehni se niega a recibir a nadie, a contar cómo ha transcurrido el año desde que su primogénito, de 25 años, se dio muerte haciendo estallar en la Casa de España de Casablanca, la mochila cargada de explosivos que llevaba en su espalda.

Hace un año, mientras la madre estaba detenida para ser interrogada, Fátima, de 21 años, la hermana mayor, sí había permitido franquear la puerta de su casucha y contó a sus huéspedes la asombrosa transfiguración de Mohamed, un buen estudiante de Derecho de la Universidad de Mohamedia que se hizo islamista. Junto con otros 13 jóvenes, todos procedentes de la misma barriada de Sidi Mumen, se esparcieron por Casablanca el 16 de mayo para volar los restaurantes de la Casa de España y Positano, el hotel Farah, la Alianza Israelita, etcétera.

Si se exceptúa la acogida de los El Mehni, casi nada ha cambiado desde hace un año en ese océano de techos de hojalata que forma Sidi Mumen. El rey Mohamed VI hizo hincapié, poco después de los atentados que golpearon Casablanca, en la necesidad de acabar con la vivienda insalubre pero ninguno de los 100.000 habitantes de la barriada ha sido realojado.

"Hubo una visita del ministro de Vivienda acompañado del wali", recuerda un vecino de El Mehni que prefiere no dar su nombre, "pero ni siquiera se adentraron por las callejuelas" de este suburbio del norte de Casablanca. "Se me olvidaba", añade, "la compañía de la luz sí da servicio a más chabolas que antes".

Desde entonces se han producido también dos cambios administrativos. La comisaría del barrio ha subido de categoría y su dotación policial es más numerosa. Sidi Mumen ha sido además desgajado del Ayuntamiento de Ain Sebaa, al que pertenecía, para ser incluido en el término municipal de Bernusi, más cercano a la barriada y que podría darle mejores servicios.

La pequeña mezquita improvisada, en la que rezaban los aspirantes a terroristas, está también cerrada. Al imam, proclive al radicalismo, que allí predicaba, la administración le ha buscado un puesto de trabajo en un orfanato dependiente de la Fundación Mohamed VI.

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