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Manzanas y cestos podridos

Las imágenes de abusos y torturas de indefensos iraquíes encarcelados a manos de soldados estadounidenses han provocado una respuesta inmediata y generalizada de estremecimiento, repulsión y rabia. Los relatos de las vejaciones describen orgías grotescas de inconcebible crueldad. Lo más desconcertante de estos actos de sadismo quizá sea que socavan los pilares de racionalidad sobre los que se asientan la supervivencia y la evolución del género humano. Ante estos trágicos sucesos, es imperativo natural tratar de encontrar una explicación que les dé sentido.

En el mundo por el que yo me muevo, un grupo bastante nutrido de personas interpreta estas despiadadas agresiones citando el famoso juicio "el hombre es un lobo para el hombre". Para ellos, lo ocurrido en las cárceles de Irak es una prueba más de que los seres humanos somos malévolos por naturaleza.

Es verdad que la crueldad ha marcado a la humanidad con cicatrices indelebles. A través de los siglos, hombres y mujeres sin medios de defensa han sido objetos fáciles de ultraje, explotación y tormento. Las personas que albergan odio en sus corazones muestran un sorprendente ingenio a la hora de inventar martirios que causen el máximo suplicio. De hecho, no creo que exista acto de brutalidad ideado por la más diabólica imaginación humana que no se haya llevado a cabo en algún momento.

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Comprendo, pues, que a simple vista sea difícil creer que el sadismo esté limitado a unos pocos depravados. No obstante, la realidad es que aunque en todas las sociedades existan individuos sanguinarios y asesinos, la proporción de estos criminales es minúscula comparada con la población en general. Cualquiera que observe sosegadamente a los miembros de la comunidad en la que vive, no tendrá más remedio que aceptar que la gran mayoría es gente pacífica, bondadosa y solidaria. Si no fuese así nuestra especie no hubiera perdurado.

Muchos dicen que las torturas infligidas en Irak son una anomalía que se explica simplemente porque un grupo reducido de "manzanas podridas" se coló en el supuestamente virtuoso y disciplinado Ejército norteamericano. También los hay que culpan al ambiente cargado de inquina y de revanchismo que siempre se crea en las guerras. Según ellos, este "cesto corrompido" inevitablemente emponzoña las "manzanas" que alberga.

Si bien se ha demostrado que individuos aparentemente normales, bajo ciertas circunstancias coercitivas, se convierten en sádicos terribles, también abunda la evidencia de que, independientemente de las presiones del entorno, muy pocas personas son capaces de martirizar a un semejante y mucho menos de quitarle la vida.

En mi opinión, la clave para entender estos comportamientos perversos está en la mezcla explosiva que se crea cuando se juntan individuos emocionalmente inestables, propensos a conductas crueles, con ambientes sociales que promueven o toleran la deshumanización de "los otros" y fomentan la práctica del poder despótico. Los actos diabólicos que hemos visto y de los que hemos leído reflejan con enorme crudeza lo que sucede cuando el ser humano no desarrolla o ignora el concepto de la dignidad de la persona, el valor de la vida, el sentimiento de lástima hacia quienes sufren, la capacidad para ubicarse en las circunstancias de otros y el sentido de remordimiento tras una acción propia reprensible.

Los torturadores implicados hasta ahora tienen en común varias características. En su mayoría poseen una personalidad impulsiva e irascible, baja autoestima y han vivido infancias saturadas de rechazos. No tienen apetito por vivir y exhiben un irritante fastidio hacia el mundo y sus ocupantes. Insatisfechos, resentidos e ineptos ante los desafíos que plantea la vida, anhelan sensaciones que mitiguen su impotencia y los saquen momentáneamente de la banalidad de sus existencias. Por eso, el goce que experimentan cuando provocan el sufrimiento a otros les ofrece un atractivo singular. El principal combustible del motor de los comportamientos sádicos de las personas es el ansia de dominio sobre los demás. Forzar caprichosamente a un semejante a soportar dolor, terror y humillación, o subyugarle hasta la muerte, les gratifica con la sensación excitante de poder absoluto.

Por otra parte, las guerras configuran el medio ideal para satisfacer las necesidades emocionales de estos verdugos. A lo largo de nuestra historia, los conflictos armados han servido, sin excepción, para poner en evidencia el valor de la violencia cruel como fuente de poder. Cuando la sociedad entrega armas a jóvenes soldados, les instruye en tácticas para deshumanizar al enemigo y les da licencia para matar, no nos debería sorprender que algunos sádicos en potencia encuentren en todo ello la oportunidad de dar rienda suelta a sus impulsos más salvajes.

En la Segunda Guerra Mundial, "manzanas podridas" alemanas cometieron un sinfín de atrocidades contra belgas, judíos, polacos y rusos. Cuando cambió la marea y el Ejército aliado avanzó hacia Berlín, les tocó el turno a los hombres y mujeres alemanes de experimentar la violación y el martirio. En los años cincuenta en Corea y en los sesenta en Vietnam, soldados estadounidenses dejaron su marca cruenta con matanzas de personas indefensas. En Europa, más recientemente, grupos de serbios descargaron sobre las poblaciones croata y musulmana su bárbara xenofobia.

En el caso de las torturas en Irak, creo que además del contexto de guerra también ha influido el elemento de discordia y división que se ha creado en Estados Unidos tras el 11-S. Este ingrediente siniestro, como la sal en la sopa, no se ve, pero ha envenenado el ambiente. En concreto, el temor al terrorismo y las medidas intervencionistas gubernamentales que se han tomado para atajarlo han ensombrecido la frontera entre fines y medios. Demasiados líderes políticos están empapados de actitudes opresivas y dictatoriales, y caen en el disparate de catalogar tajantemente a sus compañeros de vida en "buenos" y "malos". Por miedo, son muchos los ciudadanos que han aceptado políticas duras y restrictivas de los derechos humanos, que en tiempos normales no consentirían.

En suma, a mi entender, estos amargos sucesos, tan deprimentes como inauditos, son el resultado de la combinación de personas proclives al sadismo con una cultura en la que la estimación del poder y la fuerza bruta supera al valor que se otorga a la razón y la benevolencia. En este sentido, encuentro provechosas las palabras del escritor libanés Jalil Gibrán, quien hace cien años nos advirtió en El profeta: "A menudo escucho que os referís al hombre que comete un delito como si no fuera uno de vosotros, como un extraño y un intruso en vuestro mundo. Mas yo os digo que... de igual forma que ni una sola hoja se torna amarilla sin el conocimiento silencioso del árbol, tampoco el malvado puede hacer el mal sin la oculta voluntad de todos vosotros".

Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York.

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