Sorpresas
Hasta que no se cumplan los cien días rituales resulta prematuro juzgar los primeros pasos del nuevo Gobierno. Pero aunque no convenga comentar el contenido sustancial de las primeras decisiones adoptadas (salida de Irak, política exterior y de seguridad, inquisición antiislámica), sí se puede empezar a decir algo sobre su estilo formal. Respecto a la nueva clase política que ha sustituido a la aznarista, las sensaciones que produce no pueden ser más tranquilizadoras y relajantes, aunque sólo sea por contraste con la despectiva suficiencia de sus predecesores. Con una sonada excepción, esta gente de Zapatero ya parece otra cosa, quizá por la visible presencia femenina, pero también por su laicismo y por su origen académico. A diferencia de González en 1982, que por carecer de cuadros suficientes hubo de improvisar una clase política de aluvión en la que se coló una legión de roldanes, ahora Zapatero ha podido elegir entre la flor y nata de las universidades públicas. De ahí las buenas vibraciones que de momento se perciben, tras el asfixiante olor a incienso dejado por la grey de Aznar.
Pero frente a esta primera impresión favorable, hay algún otro aspecto, quizá debido a la improvisación o la inexperiencia, que produce una sorpresa no demasiado halagüeña, si es que en el futuro se confirma. Me refiero a un cierto aroma a presidencialismo que habrá de ser vigilado con cuidado, pues más vale prevenir que curar. Este sesgo presidencialista podría ser heredado por venir incluido en el cargo, dado el cesarista precedente de sus antecesores. Pero lo cierto es que se ha visto reforzado por la creación a la estadounidense de oficinas presidenciales dependientes de La Moncloa que sólo rendirán cuentas ante el presidente y no ante el Parlamento. Y tanto más cuanto su función es la de reforzar el poder del presidente del Consejo de Ministros (órgano unipersonal) en detrimento del resto de los miembros que lo componen (como órgano colectivo), empezando por la vicepresidencia económica, a la que se controlará desde La Moncloa. De este modo parece optarse por un modelo jerárquico de Gobierno de canciller, en vez de hacerlo por otro más colegiado de Gobierno de Gabinete.
Y esta propensión al presidencialismo podría resultar agravada si se ve acompañada por un estilo de ejercer el poder como el revelado por la primera decisión tomada ordenando la retirada de las tropas que ocupaban Irak.
El contenido de esta decisión parece legítimo, pero no así la forma en que se tomó: por sorpresa, unilateralmente y sin consulta previa con el Parlamento. Las explicaciones ofrecidas para justificar que haya sido así, por razones de seguridad, son dignas de crédito. Pero no obstante, el gobernar por sorpresa es un vicio presidencialista que siempre debe ser evitado, pues sus consecuencias imprevistas pueden resultar a la larga gravemente contraproducentes.
Gobernar por sorpresa, como hizo Aznar en las Azores, parece eficaz a corto plazo, pues produce un golpe de efecto de seguro impacto mediático. Es el spin (giro, barrena o vuelta de tuerca): el arte de manipular la agenda pública mediante la toma por sorpresa de iniciativas espectaculares. Justo el mismo método de romper la agenda que utilizan los terroristas, pero al que también recurren los gobernantes sin complejos que aspiran a monopolizar el protagonismo político.
Este método efectista es muy eficaz para hacerse publicidad, razón por la que se ha impuesto en la mediática democracia de audiencia, pero, sin embargo, resulta contraproducente para gobernar. Lo que hoy se llama gobernanza y antes arte de buen gobierno exige programación, certidumbre y estabilidad, con reglas claras que garanticen seguridad jurídica.
Pero cuando se gobierna por sorpresa con golpes de efecto que rompen las previsiones de futuro sólo se genera ruido e incertidumbre, destruyendo a la larga la confianza (trust) de los ciudadanos en las instituciones públicas. Es lo que ha sucedido en nuestras democracias tras acumularse lustros de sorpresas mediáticas, iniciativas espectaculares y revelaciones escandalosas.
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