Acelerar las reformas
El Fondo Monetario Internacional ha vivido en permanente reforma desde sus comienzos efectivos, hace ya cuarenta y nueve años. Bastaría comparar lo que la institución es hoy (185 países miembros) con aquella limitada reunión de naciones (cuarenta y cuatro en total) que llegaron a reunirse en Bretton Woods, en julio de 1944, cuando ni siquiera estaban seguros de ganar definitivamente la Segunda Guerra Mundial.
Se trató entonces de dar vida a una institución que supervisara la convertibilidad de las monedas y la multilateralidad de los pagos internacionales, objetivos hoy anacrónicos, que nada dicen al hombre actual, y que sólo los buenos historiadores serían capaces de explicar, puesto que se refieren a problemas felizmente superados hace mucho tiempo. También se encomendó a la institución que actuara como cooperativa de crédito, de forma que pudiera prestar "moneda de reserva" (dólares) a aquellos bancos centrales que necesitaran intervenir en los mercados cambiarios, para asegurar que la cotización de su moneda doméstica permanecía fija respecto a la divisa americana. Todo ello -se decía- con el fin de promover el libre comercio y la expansión económica mundial.
El mundo económico y financiero ha cambiado más deprisa que el propio FMI
Ninguno de aquellos objetivos inmediatos está ahora en vigor. A golpe de crisis, la comunidad internacional ha comprendido que los movimientos de capital son hoy mucho más importantes que las simples transacciones comerciales, y que es en la balanza financiera (no en la comercial) donde reside la fuente principal de los problemas. También ha aprendido que no siempre es buena idea mantener paridades fijas entre monedas diversas, emitidas por países dispares. Todo ello pone la misión del FMI bajo una óptica muy distinta a la fundacional y, aunque deja intacto el prestigio de la institución, centra, sobre todo, su actividad en la prevención o solución de eventuales crisis económicas y financieras.
Esa nueva óptica no necesariamente exige que el Fondo cambie sus estrategias de forma radical y adopte medidas de ruptura. Los giros bruscos nunca son buenos en política internacional, menos aún cuando se refieren a cuestiones financieras, en las que han de primar la prudencia y el sosiego, so pena de minar la confianza en la solidez de las instituciones y de provocar, inadvertidamente, problemas más graves que los que se trataba de solucionar. Pero la mesura del juicio no se opone a la necesidad de proseguir, y aun acelerar, el curso de permanente reforma, que el Fondo Monetario Internacional viene experimentando desde sus primeros balbuceos.
Y no hay duda de que esa aceleración reformadora del FMI es hoy más necesaria que nunca, tanto en el orden operativo como en el de sus estructuras de gobierno. Para entenderlo, puede bastar el simple enunciado de las cuestiones más candentes.
1. La primera de ellas consiste en adoptar y difundir un enfoque coherente sobre los movimientos internacionales de capital, no para limitarlos (como algunos pretenden), sino, al contrario, para buscar la fórmula que propicie una más ordenada liberalización. Sin libre movilidad de capitales es imposible el desarrollo económico. Pero sin normas claras, y previamente convenidas, sobre el tratamiento de las situaciones excepcionales es imposible la solución de las crisis financieras. Cómo armonizar en la práctica ambas premisas constituye uno de los retos básicos del FMI en el entorno actual.
2. También el Fondo debe desarrollar criterios más eficaces para su labor de vigilancia y supervisión de las economías nacionales, en especial aquellas que representan un riesgo para el sistema en su conjunto. Es también urgente que la institución haga más comprensible su tarea para el ciudadano medio, huyendo de ese idioma esotérico que ha creado a lo largo de su existencia, e impulsando al máximo la transparencia en sus comunicados, su información y sus actuaciones. La gente tiene derecho a saber y entender quién toma las decisiones que les afectan y por qué se adoptan.
3. El FMI necesita un capital sensiblemente mayor que el actual. Pero su ampliación no resultará fácil, ni probablemente suficiente, por grande que sea el volumen de la misma. Parece claramente demostrado que las crisis financieras internacionales (cualquiera que haya sido su origen) nunca se superan definitivamente hasta que se logra una participación eficaz del sector privado en el proceso de su solución. Ni el FMI ni ninguna otra institución multilateral pueden persuadir a los mercados internacionales de que su mero apoyo financiero a un país en crisis basta para restablecer la confianza en el mismo. Debe, por tanto, acelerarse la articulación de cauces de participación del sector privado en la solución de las crisis y, en especial, del llamado SDRM, o mecanismo de reestructuración de la deuda soberana. El caso argentino resulta paradigmático.
4. Por último, no cabe duda de que el FMI está urgentemente necesitado de un cambio en su estructura política. El peso económico y financiero de los distintos países es hoy muy distinto al que tenían al término de la guerra mundial. En particular, parece llegado el momento de reconocer que la mayoría de los bancos centrales son hoy independientes de sus respectivos gobiernos. También de dotar a la EU (especialmente a la Euroárea) de una representación única, aunque ello suponga cierta pérdida de voto agregado en el Directorio Ejecutivo, órgano de gobierno que, por cierto, convendría revisar en su estructura y su funcionamiento.
Se trata, en definitiva, de reconocer que el mundo económico y financiero ha cambiado más deprisa que el propio FMI, y que debe ser éste quien se adapte a los retos y circunstancias del nuevo milenio.
Juan José Toribio es director del IESE en Madrid y ex director ejecutivo del FMI.
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