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Reportaje:

Las manos trabajadas

El fotógrafo Francisco Bonilla retrata en un libro a personas de 70 países empleadas en la agricultura almeriense

A Svetlana Belous, de 41 años, le costó encontrar trabajo a su llegada a España desde Moldavia. Llegó hace cuatro años y lo pasó mal para obtener unos ingresos estables. "Gracias a eso, por otro lado, fui aprendiendo el idioma. Estudiaba sola en casa con libros", rememora. Con ayuda de amigos españoles entró en un invernadero para, más tarde, dar el salto a una cooperativa como envasadora. "Trabajar la tierra es muy duro, hace falta mucha fuerza, pero tengo que decir que siempre me han ayudado mucho en esta tierra de Almería. La gente ha sido estupenda conmigo desde que llegué", resume.

La historia de Svetlana, su hijo de seis años, sus problemas con el idioma, sus incertidumbres ante un empleo soñado y sus anhelos por enviar dinero a su país son comunes a otras miles de personas que han llegado hasta Almería para buscar trabajo. Con la evidencia de que la inmigración que predomina en la provincia es económica, el fotógrafo Francisco Bonilla (Almería, 1971) ha retratado a personas de 70 nacionalidades distintas. Bajo el título Las manos del campo, un proyecto editorial de Horto del Poniente, el fotógrafo muestra una imagen del sector hortofrutícola como un universo de culturas y un ejemplo de integración social.

Y si no, que le pregunten a Gaby Nsungami Nsimba, nacida en Congo y con 34 años. A Gaby le gusta bromear sobre su llegada a Almería: "Yo iba para Bélgica, en serio. Pero me quedé en el camino porque un primo mío me convenció. Ya llevo 10 años y a veces pienso cuándo continuaré el viaje". Gaby se licenció en Derecho en Marruecos y, por defender la democracia en su país en su época de estudiante, no ha podido regresar desde 1994. "Aquí jamás he tenido problemas. Tengo amigas españolas y me llevo mejor con ellas que con los de mi raza. En el trabajo me llaman Chocolate y, desde el principio, todo fue estupendo", apunta.

El ambiente que describe Gaby en su cooperativa es similar al que se respira en la alhóndiga de Agrupaejido, en El Ejido. Allí trabajan Carmen Mangguire, de Guinea Ecuatorial, Zeinolova Nazakat, de Azerbaiyán y la española Ana Pérez Herrera, encargada de almacén. "Con las extranjeras hay que tener más paciencia para explicarles las cosas pero se adaptan rápido", indica.

Zeinolova, que lleva más de un lustro en Almería con dos hijos de 14 y 16 años, reconoce la dureza de los primeros días. "A todo te acostumbras. Todavía no domino bien el idioma y mis hijos hablan mejor que yo. Almería me gusta mucho, ya me he acostumbrado. Algún día regresaré a Azerbaiyán pero de visita únicamente", comenta esta envasadora. De la misma guisa opina el somalí Mama Baba, de 31 años. Ya han pasado 15 años desde que llegó a Almería, ha decidido solicitar la reagrupación familiar para que su hijo y su mujer vivan con él. "Me gusta España porque hay trabajo", sostiene.

Mohamed B. Jalloh, de Sierra Leona, envía todos los meses alrededor de 150 euros para los dos hijos que tiene en su país. Todo un sacrificio para un sueldo de apenas 600 euros ahora que la cosa está "floja" y en el invernadero sólo trabaja tres día a la semana. Otras de las manos indirectas del campo son las de Agustín Peñín, gerente de la alhóndiga de Agrupaejido. También llegó desde otra provincia española y valora, ante todo, la "valentía empresarial" para asumir riesgos de los agricultores almerienses. "El libro de Bonilla demuestra lo que es Almería en la actualidad. Almería no es lo que algunos intentan vender. Es un pueblo tolerante que da trabajo a muchísima gente de muchos países sin ningún conflicto, sin ningún problema", expone.

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