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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Interior de las mezquitas

La posible utilización de algunos lugares de culto musulmán como centros de adoctrinamiento del activismo violento trata de ser atajada mediante diversas iniciativas adelantadas estos días por el ministro del Interior. Algunas de ellas parecen razonables, como el establecimiento de un registro de los lugares de culto utilizados por las diversas confesiones. Otras son de difícil encaje constitucional en la versión más extrema de control previo de los sermones. Por otra parte, la exigencia de que el Estado de derecho no actúe de manera discriminatoria obligaría a extender la medida al resto de las religiones, con el resultado de ingentes tareas administrativas de eficacia dudosa.

La urgente necesidad de hacer frente al terrorismo de Al Qaeda y grupos afines no exige revisar los límites de la libertad religiosa establecidos en nuestro ordenamiento, ni tampoco vulnerar el carácter aconfesional del Estado, exigiéndole que se pronuncie acerca de qué interpretaciones de determinados textos sagrados son aceptables y cuáles no. El problema no lo tiene la sociedad española con el islam, sino con un concreto tipo de terrorismo que lo toma como coartada. Desde esta perspectiva, no se puede incurrir en el error de considerar como mezquitas unos escondrijos en los que se adoctrina para cometer atentados. Ni se puede dar el tratamiento de sermón religioso, y no de simple delito, expresamente castigado por las leyes, a unas soflamas en las que se incita a la violencia o se exalta el terrorismo.

La obligación del Estado es perseguir estas conductas, con independencia de quiénes sean sus autores y el valor que asignen al lugar en que lo hacen. Y es obligación de los testigos de estos mensajes denunciarlos, porque no es su condición de fieles lo que ponen en juego, sino la de ciudadanos, a la que estarían faltando gravemente si optan por encubrir un delito.

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Las carencias de nuestro país frente al terrorismo islamista no son esencialmente legales, sino de identificación del peligro y de medios policiales y de inteligencia. Convendría estudiar la experiencia de otros, comenzando por Francia, aunque no hay por qué repetir linealmente su modelo de respuesta. Sería deseable que el enorme esfuerzo que hay que hacer en este terreno contase con el más amplio respaldo político y social. El PP se ha mostrado muy reticente a las propuestas del ministro, pero habrá ocasión de discutirlas en la reunión del Pacto Antiterrorista convocada para la próxima semana. Es evidente que los contenidos de ese pacto sólo tienen sentido frente al concreto terrorismo de ETA, y no contra cualquier terrorismo, por más que fuera el anterior jefe del Gobierno quien más se empeñó en decir que todos son iguales. Pero, puesto que es un marco existente, puede servir al menos para aclarar eventuales malentendidos.

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