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Cultura de una noche de verano

Josep Maria Fradera

Con la mejor de las intenciones, Dolors Comas d'Argemir, catedrática de antropología de la Universidad de Tarragona y diputada de ICV-EA, demanda a los organizadores del Fórum un cambio de rumbo (EL PAÍS, 21-4-04). Al parecer, las circunstancias políticas así lo aconsejan. En la situación anterior las directrices de la reunión se fijaron a través del acuerdo político entre las tres administraciones implicadas, gobernadas por partidos políticos distintos, como todo el mundo sabe. En pura lógica, entonces, al cambio de paisaje político le debería corresponder un cambio equivalente en el diseño intelectual de las actividades que se desarrollarán, hasta llegar al del mismo concepto de cultura que se desprende de las confusas informaciones que el común de los ciudadanos recibe. En opinión de Comas d'Argemir, la línea pactada por las anteriores administraciones condujo a una idea de cultura que excluye a la política como uno de sus componentes fundamentales, con lo que la "festivalización" étnica en la presentación de las culturas del mundo se convierte en inevitable. De este modo, la contribución de un esfuerzo tan grandioso a la causa de la paz en el mundo y a la superación de las desigualdades será, sin duda, muy escasa, por no decir irrelevante. En consecuencia, la Declaración de Barcelona que se aprobará como resultado de las discusiones de este próximo verano resultará descafeinada y perfectamente inútil. Así será, con toda probabilidad, si no se corrige pronto el rumbo y se rectifica el diseño intelectual de las actividades programadas. La misma idea de cultura con la que el actual Fórum trabaja deberá ser corregida para equilibrar el binomio entre aquellos elementos escogidos para presentar las culturas del mundo y la política planetaria que las influye y rige.

Hasta aquí el argumento de fondo del artículo que comento, que espero no haber simplificado en exceso. Comparto la impresión de lo que será el Fórum: una gran reunión de gentes bienintencionadas, un aplec mundial de espíritus generosos, cuyos resultados en términos prácticos se habrán olvidado en cuanto caigan las primeras hojas de los enfermos plátanos de la ciudad. A excepción, claro está, de la transformación radical de una parte de Barcelona, el fleco que restaba de los deberes de 1992, el precedente lógico de un estilo municipal exitoso que consiste en vestir con ropajes filantrópicos las grises realidades urbanísticas de una capital sin Estado. Esta segunda cara de lo que estamos hablando no puede juzgarse con los mismos criterios, es otra cosa. En este caso lo que importa es la calidad del urbanismo, los costes o beneficios para la ciudad, las sinergias que pueden derivarse en términos de actividad económica. Lo demás importa poco, o nada, hablando con franqueza.

Todo ello no tiene nada de misterioso. El escenario está preparado, el público llenará generosamente los nuevos espacios, una pléyade de conferenciantes (pagados por encima de las tarifas habituales) se aprestan a divulgar sus conocimientos para aquellos que tengan la buena fe de sustraer unas horas a las actividades recreativas programadas, alguien debe de estar ya hilvanando algunas frases novedosas para los discursos oficiales y, por supuesto, alguien debe de estar pensando qué delicados equilibrios deberá contener la declaración final. En este contexto, resulta muy problemático saber qué espacio deberá ocupar la cultura en sentido fuerte, más allá de lo que uno puede esperar de la concentración masiva de exposiciones, mesas redondas y festivales. Comas d'Argemir sugiere una nueva orientación de las líneas generales del Fórum, un cambio de prioridades que introduzca la política en el uso del concepto de cultura que se está utilizando en sus preparativos. Es muy dudoso que esta hipotética reorientación arroje resultado alguno en términos de cultura, por más de una razón. La de más peso es que la producción de conocimientos sobre las sociedades del mundo entero no puede sujetarse a un programa de corrección política. Sus mismas reflexiones acerca de cómo debería producirse la nueva selección de los objetivos del evento apelan menos al conocimiento cimentado en la investigación, a la modestia y exigencia del trabajo filológico o crítico, que a un puro cambio de las coordenadas políticas que envuelven la interpretación de lo que es el mundo de hoy. De todos modos, ver las cosas con cierta distancia

puede tener incluso sus ventajas. Nos permitirá, por ejemplo, encarar el Fórum con una tranquilidad horaciana, en el silencio del archivo, la biblioteca o el laboratorio. Mientras, los fastos pasarán, las administraciones realizarán un balance que será probablemente favorable, pero la cultura seguirá más o menos donde estaba, sometida a la estrechez presupuestaria y a las contingencias de una política científica sobre la que hay mucho que discutir.

Ninguna de estas reflexiones aboga, por supuesto, por una cultura lejos del mundanal ruido, insensible a las necesidades de la especie. Sin embargo, también en las ciencias sociales y humanas los fines de cada disciplina, la producción de los conocimientos que son el fundamento de nuestra idea de cultura, responde a normas que no pueden ser fijadas políticamente ni por la derecha ni por la izquierda. Las ciencias humanas tienen sus propias convenciones, como las tienen las matemáticas y la biología, y sus reglas exigen que las buenas intenciones no pasen la puerta del laboratorio. Es cierto que las preocupaciones sociales suelen ser el punto de partida de los proyectos científicos relevantes, nada más y nada menos, pero después las reglas del juego exigen los criterios de verdad, de falsación y de objetividad. La utilidad social viene después, aunque determinarlo exija por lo general una paciencia de benedictino. Sobre esta cuestión ya dejó escrito Max Weber un texto memorable (La ciencia como profesión, 1919) en el que está todo lo que un científico social debería tener siempre presente. Si lo olvidamos sucederá lo inevitable: que habremos sustituido una cultura de pissarrí de derechas por una de izquierdas. Para este viaje no hacen falta alforjas, ni una legión de antropólogos inocentes preocupados por hacerse un hueco en un acontecimiento que no apela a la producción de cultura y conocimiento, sino a la utilización de sus destellos para legitimar un proyecto de ciudad que se mueve ambiguamente entre la realidad y el deseo.

Josep M. Fradera es catedrático de Historia Contemporánea de la UPF.

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