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Columna
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Dicho y hecho

Nuevo escenario, nuevo estilo, nuevos actores, nuevas claves: en apenas unos días el viejo paisaje español parece otro. O quizá sólo estamos redescubriendo lo que siempre hemos sido. De repente, todo es diálogo, consenso, acuerdo, y ¡promesas cumplidas! Esa es la gran sorpresa, el gran asombro: el dicho y hecho. Las palabras recuperan su significado. Nos vamos de Irak y ¡nos vamos! Sale el nuevo presidente del Gobierno, lo anuncia y comienza efectivamente el regreso de tropas. ¿Será posible? Lo es. Está sucediendo.

El asombro no es sólo nuestro. El mundo tampoco estaba acostumbrado a que los calcetines se den la vuelta tan rápidamente. Y la sorpresa del mundo vuelve a asombrarnos al tiempo que ratifica que algo serio está pasando. Ya no hace falta decir blanco para hacer negro. Ya no hay que pensar B cuando se dice A. Ya no valen las cábalas, los rodeos, las especulaciones, las interpretaciones, cuando lo que se dice se hace. Todo esto es de una novedad tal que, viciados como estábamos a los engaños, a los dobles y triples lenguajes, aún nos preguntamos sobre el misterio de que un gobernante recoja tan diligentemente la vox populi ampliamente manifestada en el último año.

Lo que asombra es, precisamente, que un político cumpla con lo que ha sido un mandato popular y apechugue con los posibles y reales inconvenientes de ese mandato. Lo extraordinario es que, con ese gesto, lo que se reconoce es la victoria de la gente normal, aquélla que nunca entendió -aunque intentara entenderlo- qué demonios hacía España en Irak. A fin de cuentas, lo que estamos viendo y viviendo -Zapatero, que parecía una mosquita muerta, ya es más popular que una estrella del fútbol- es la comprobación directa y acelerada del poder que tienen los ciudadanos anónimos cuando se lo proponen. Parecía imposible.

Queda lejos el lamento de la impotencia: los ciudadanos -no es un sueño- pesan. Y pesan tanto que esto resulta escandaloso para los acostumbrados a los antiguos modos y maneras que ahora -a buenas horas mangas verdes- reclaman diálogo antes de tomar este tipo de decisiones. Otra gran novedad paradójica: quienes se negaron a escuchar a la gente ahora piden ser escuchados. Una reconversión positiva. Pero el debate está hecho y sancionado desde hace mucho: todos conocemos sus argumentos y haremos bien en no olvidarlos: la España que expresan existe; que parezca diluida como un azucarillo es sólo un espejismo. En este país hay de todo, y los nuevos modos, hoy eufóricos, harán bien en recordar esta pluralidad: la derecha ha de tener su espacio, su identidad, su sello, para que todos sepamos a qué atenernos.

Estamos, pues, en fase de reconversión y adaptación a un nuevo escenario, en el que no será una novedad menor el que, de repente, Madrid deje de ser un problema para ser una solución. Aunque esto está por ver, hete aquí que los aires que soplan -basta ver la composición del nuevo Gobierno- nos llevan a una playa lo suficientemente abierta en la que, en vez de bronca, las periferias, si así lo quieren, también se encuentren y se descubran unas a otras. No nos vendría mal comprobar de una vez que no estamos solos. Los catalanes podríamos empezar por darnos cuenta de que nuestro Gobierno tripartito ha sido realmente un precedente de lo que los españoles han sancionado después: hay posibilidad, por tanto, de armónica vida en común.

Me preocupa más ese Zapatero no nos falles en lo que tiene de santificación de un personaje, atípico y valioso por lo que llevamos visto. No vayamos, ahora, a cambiar un santo por otro. Simplemente porque el señor Zapatero, como todo quisque, tiene derecho a equivocarse y, sin duda, lo hará el día en que pierda la realidad de vista. Cerrar los ojos a la pluralidad real es el pecado habitual no sólo de gobernantes, sino de cualquiera con una brizna de responsabilidad: o sea, de todos.

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