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Tribuna:DEBATE | ¿Abolir las corridas de toros?
Tribuna
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Repudio

Víctor Gómez Pin

No estigmatizar ni a los que están en contra ni a los que están a favor, sea cual sea su idioma o su origen". El alcalde de Barcelona efectuaba esta declaración tras el pleno del Ayuntamiento que el martes 6 de abril aprobó, en votación secreta, un alegato para convertir a Barcelona en ciudad antitaurina. No está, desde luego, el señor alcalde a favor de que ese sello con hierro candente al que remite la palabra estigma se imprima, como marca de infamia, ni siquiera en las almas de aquellos que por "su idioma o su origen" serían mayormente susceptibles de abrigar vergonzosos sentimientos de empatía con lo que significa la fiesta de los toros.

Con sus palabras el alcalde alude obviamente a los protagonistas de aquella penuria que, en los años de la tiniebla franquista, forzó al exilio a miles de hijos de la España olvidada. No ignora el señor Clos que los mismos fueron entonces víctimas del desdén que, en toda Europa, las sociedades fabriles reservaban para los hijos de las sociedades agrarias. Ciertamente, en el caso de Cataluña, tal disparidad era canallescamente manipulada por la política franquista que aspiraba cínicamente a que una multiplicación de castellanohablantes disminuyera objetivamente las posibilidades de que la lengua y la cultura catalanas recuperaran la presencia social que se les había arrancado. En consecuencia, aquella generación de los llamados (a veces con exceso de retórica) "altres catalans" fue en ocasiones tachada a la vez de indigente y de opresora; infamia que difícilmente puede no haber sellado sus mentes e incluso la de sus hijos.

La empatía con los animales es más bien pretexto para un ajuste de cuentas de otro orden
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La tortura como espectáculo

Hoy, aquellos inmigrantes son parte incuestionada del tejido social y cultural de Cataluña, y probablemente han apoyado en su mayoría a los partidos constitutivos del llamado Tripartito. La recíproca es, en general, cierta. Pero todos los fantasmas no están cerrados y por ello, al referirse a los valores culturales de unos y otros, hay que hacer uso de un escrupuloso tacto. ¿No quedábamos en que la nueva Cataluña -soberana y eventualmente independiente- se forjaría como crisol integrador de 1a diversidad de culturas y lenguas de los que en ella habitan? Por ejemplo, una crítica del fenómeno taurino debe hacerse como mínimo a partir de un esfuerzo por comprender las razones subyacentes por las que, desde la Camarga francesa a los Andes, millones de personas (obviamente no todas ellas sádicas, alienadas o admiradoras de la más rancia concepción de lo "hispano") consideran a la tauromaquia como expresión de una exigencia vital con connotaciones artísticas. En suma: aproximación antropológica y no mera proyección de prejuicios.

Es poco discutible que los animales están dotados "de sensibilidad psíquica además de física" y en ello se basan las leyes de protección animal. No obstante, la cuestión de determinar si la noción de derechos es aplicable a seres a los que se considera exentos de obligaciones es mucho más peliaguda y no está en absoluto elucidada, ni científica ni filosóficamente, de ahí la prudencia habitual de los juristas al respecto. No obstante, Imma Mayol (hablando, no en nombre propio sino de Iniciativa per Catalunya, partido heredero de lo que en el franquismo fue la izquierda más consecuente) cree tener autoridad para considerar que la cuestión sí está resuelta y declara tras el plano: "Se debe revisar la cultura que va contra los derechos de los animales".

Pues bien, otorguemos por un momento que Imma Mayol no expresa un prejuicio sino una convicción científica y filosóficamente asentada, ¿están los ediles barceloneses dispuestos a ser consecuentes con tal postulado? Obviamente no, entre otras cosas porque la generalización de tal actitud consecuente situaría a la especie humana en una contradicción entre eticidad y exigencia de supervivencia: ningún ser al que se considere sujeto de derecho ha de ser vejado, pero desde luego aún es menos ético zampárselo, salvo quizás en caso de necesidad imperiosa, que no puede argüir el que para acompañar una copa de cava exige una ostra viva.

Si la flexibilidad de posiciones respecto al problema es obligada norma, ¿de dónde viene este rigorismo tratándose de la tauromaquia? Parece obvio que la empatía con los animales es aquí más bien pretexto para un ajuste de cuentas de otro orden. Y no se trata tanto de abolir la fiesta de los toros en Barcelona (apuesto a que no se dará objetivamente ese paso que supondría un coste político real) como de elevar la propia imagen de los ediles, posicionándose (¡a precio nulo!) contra un espectáculo en el que a su juicio sólo se reconocería un sector ciudadano minoritario y en declive.

Por desgracia para los taurinos, la moción fue rechazada por un edil del Partido Popular con el extravagante argumento siguiente: "Nuestra fiesta es denigrada por culturas opresoras, por el imperialismo germano y anglosajón". ¿Se refería el señor Basso a ese mismo imperialismo anglosajón que su partido apoyó fervientemente en la carnicería de Irak? Sus rivales bienpensantes se sintieron seguramente reconfortados por estas palabras que sirven objetivamente su intento de reducir la tauromaquia a expresión violenta de una patriotería delirantemente castiza.

Pues bien: esta reducción es simplemente injusta, ofensiva y susceptible de generar gratuitamente el sentimiento de ser objeto de repudio, no sólo en una fracción de la población catalana, sino también en la de espacios geográficos muy próximos tanto afectiva como cultural y lingüísticamente. Piénsese que la vecina Valencia, tan reivindicada por los partidarios de la pancatalanidad, es quizás el lugar del mundo con mayor apego de 1a población a la fiesta de los toros. ¿Creen realmente nuestros ediles barceloneses que no se les hiere identificando tal fiesta a un ritual de antropófagos que encubrirían sus infrahumanas prácticas bajo el rimbombante título de arte? Y respecto a las urgencias de Cataluña: ¿era realmente oportuno el reavivar tales fantasmas?; ¿es realmente la fiesta de los toros lo que amenaza la integridad social y cultural de Cataluña, hasta el punto de lapidar simbólicamente a la minoría que reconoce en ella un patrimonio propio?; ¿era, en suma, necesaria esta ofensa?

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro de Iniciativa per Catalunya.

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