Los afanes equivocados
Nada emparenta las cuatro obras que hoy visitan esta sección, excepto la coincidencia de su publicación y sobrellevar una endeble concepción de lo que es una novela. A estos nuevos autores la tarea de escribir, dados sus resultados, no se les impone como problema, sino que es prórroga natural de su profesión: tres son periodistas en activo, y hay un filólogo muy dinámico que inserta sus creaciones en una página web. De ahí a la novela, por lo que se ve, sólo hay un paso. Decía Borges que el hecho estético es, tal vez, la inminencia de una revelación que no se produce. Respecto a las novelas que nos ocupan, esa inminencia está lejos de producir la expectativa de una revelación. No obstante, engrosan la bibliografía de la literatura española actual, sin que ésta se altere ni sufra ninguna conmoción; a fin de cuentas, la novela es un género de tolerancia, la forma que hoy adopta el perdón de los afanes equivocados; y en cuanto arte de maravillosas imperfecciones, si no se tiene la radical aspiración de un Flaubert, la novela es muy hospitalaria con quienes, deseosos de residir en un magnífico edificio, golpean en la puerta de su posada.
Valcarlos,
de Agustín García
Simón (Valladolid, 1953), trata, precisamente, de un edificio, un reformatorio en la España de comienzos de los años ochenta, al que acude un profesor con tan buenas intenciones educativas como ineptitud para resolver nada. Se supone que este educador, sensible con las vidas desgarradas de los chicos, se enfrenta a la autoridad inmovilista que ha regido los destinos del reformatorio en el último siglo. Eso apunta aviesamente la sobrecubierta. Pero la novela no recoge ningún enfrentamiento, y la violencia del centro se airea con la reproducción mecánica del habla soez de la calle. En realidad, Valcarlos es un pretexto para ejercitar una prosa suntuosa, muy saturada de adjetivos, proclive a la descripción naturalista; animada, además, por un rencor no controlado que desfigura, y al cabo neutraliza, la actitud política del narrador. Así define a algunos maestros de "categoría evidente": "Me recordaban la bondad y la modestia de los viejos maestros, no pocos de ellos sabios atropellados en el erial católico de España". Ni la mejor simpatía a los maestros republicanos tolera una frase tan fogosa. El autor no es más sutil al describir el bando fascista del colegio, conformados por "una inconsciente conducta de caridad cristiana, a la manera católica, es decir, hipócrita; inseparable de una visión paternalista de fuerte tono jerarquizado y reaccionario". Nada hay más seguro, para malograr una novela, que la retórica de panfleto con dosis abundantes de maniqueísmo.
Con un estilo más eficaz y directo, pero igualmente realista, Alberto Noguera (Alicante, 1976) ofrece la primera entrega de una serie que se llamará Trilogía de Internet, donde se propone encarar la crónica de su generación, incrustada en la revolución cotidiana de las modernas tecnologías. A falta de las posteriores entregas, Estructuras de control es un minucioso, y más bien prolijo, fresco costumbrista, que sigue puntillosamente la vida de estudiante de Vanesa García y su acceso al mundo adulto, y de David Costa, alumno de física que abandona pronto la Facultad al crear una empresa de informática que le proporciona sustanciosos ingresos sin salir de casa. El contraste entre la insegura Vanesa, cuyo futuro se reduce a lograr un puesto de profesora de instituto, y el dinámico y emprendedor David, que representa el espíritu de los nuevos tiempos, vertebra la novela con el único conflicto realmente visible. Y esto es todo, al menos en esta primera entrega, dedicada a dibujar prototipos, más que caracteres, y a registrar la monótona sucesión de exámenes, viajes al pueblo y algunas noches insulsas de discoteca y alcohol. Es de prever que lo que aquí es protohistoria tenga un desarrollo más beligerante. Alberto Noguera se muestra muy crítico con los novelistas españoles: "Una cuadrilla de garbanceros que olían a bar de tapas y porros a medio fumar". Su novela, no cabe duda, huele distinto: a tapicería de Opel Corsa. El aburrimiento, la soledad de sus personajes, tumbados en el desánimo de sus pisos de alquiler, no les conduce a ninguna taberna, ni a ruidosos paraísos artificiales, sino a la inodora pantalla de un ordenador.
Francis Bacon se hace
un río salvaje, de Braulio Ortiz Poole (Sevilla, 1974), ostenta el subtítulo 'Novela sobre la incomodidad', y, ciertamente, es incómoda de leer; más que pasar las páginas, hay que subirlas; está impresa en forma apaisada, con una tipografía que cambia en cada capítulo y parece elegida para fastidiar los ojos. En todo caso, el aspecto externo se conforma con la narración que, más que avanzar, amontona sus materiales, y se resuelve en un galimatías muy persistente, donde la arbitrariedad es la única ley imperante de la novela. Formada por los monólogos de una chica anoréxica, una actriz, un fotógrafo, una mujer que habla con un fantasma y voces de identidad muy difusa, estos discursos se suceden como una especie de ajuste de cuentas con el pasado, o de reprobación, sin que el lector acierte a saber qué los origina. Estas novelas verborreicas se están extendiendo mucho, y obedecen al esfuerzo equivocado de explicitar el caos con el caos mismo, como si la confusión, bien disfrazada de enunciados enigmáticos, fuera una virtud novelesca. Resulta, por ello, agotador diferenciar lo importante de lo accesorio; la misma voz narrativa no lo distingue, de modo que una reflexión, por ejemplo, sobre los celos se mezcla a una referencia cinematográfica, o el odio al padre se extiende a la vida ultraterrena: "Exterminaste mi ilusión y me exterminaste a mí, menos mal que continué viva porque no habría soportado verte desde el más allá llorándome". Estos narradores conocen bien sus reacciones en la otra vida, aunque en ésta son bastante inconcretos. Si ya el título es simplemente llamativo, la última línea de la novela es toda una declaración: "No somos más que las marionetas de nuestro deseo". Seguramente.
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