Don Quijote en el Congreso
El arte televisivo otorga a veces el privilegio de captar imágenes que permiten vivir el sentido más profundo de lo contemplado. Mejor que leer la crónica de la investidura de José Luis Rodríguez Zapatero o asistir a ella desde la tribuna de invitados es haberla seguido a través de la pequeña pantalla, pues las cámaras, como inducidas por el mágico clima comunicante del candidato, iban y venían entre los actores de la palabra tejiendo una danza de semblantes, rictus, sonrisas y miradas. Tal ballet era, en realidad, la música de fondo de los recitativos y arias del candidato y sus interlocutores; fiel reflejo del nuevo escenario político, concebido y cuidadosamente preparado por él mismo. Zapatero quiso que el pueblo español televiera lo que es un parlamento de verdad: lugar de la palabra que sustituye a la violencia; ágora del diálogo entre personas; encuentro de sus respectivas verdades, creencias y opiniones; pero, sobre todo, altar consagrado a la única adoración legítima de la comunidad oficiante, que es todos y cada uno de los seres humanos que la integran. Esta pedagogía, plástica y directa, simbolizaba y visualizaba para toda España nuestra democracia, tan maltrecha durante el cuatrienio negro, pero resucitada y viva tras la Pascua o cambio que supone la confianza pedida y lograda por un político fiel a su humanísimo talante.
La alegría que respiraba el hemiciclo, la sonriente faz de los diputados, la cordialidad que reinó entre la mayoría, hacían del debate una fiesta. Su protagonista, consciente de su incitante papel de educador, convertía cada palabra suya, sencilla y clara, en un mensaje ético comprensible para cualquiera. Cada mirada o sonrisa al portavoz de grupo parlamentario que se dirigía a él en actitud de oponente, solicitante o consejero, era una señal de afecto, de respeto a la discrepancia, de apertura mental a sus afirmaciones, de actitud dialogante, prometedora de acuerdos futuros o desacuerdos superables. Nada coartaba su enérgica función integradora y estimulante. Ni las invectivas y chuflas del grupo más silvestre del PP. Ni las ironías mefistofélicas del señor Rajoy, al final conmovido a pesar suyo por la faena torera con que suavemente fue lidiado por el candidato hasta llevarle a su terreno de las buenas formas. Ni la patética imagen de un banco azul con ministros sin más función que dormitar y un Aznar derrumbado en su escaño, sombrío y del todo ido, a quien Zapatero no criticó sus actos anteriores y, en cambio, propuso como consejero de Estado. Ni los siseos contra su referencia elogiosa al idioma catalán y las restantes lenguas españolas, que lograron provocarle el único enfado en toda la sesión, teniendo que recordarles a los siseantes que el respeto lingüístico es pura cuestión de cultura y que tener cultura es justamente comprender y consentir los sentimientos ajenos que en la lengua propia se expresan. Los comentarios del cinismo fueron que el candidato era un cándido; que su blanca toga (de ahí proviene el nombre de candidato) no le hacía inocente (contrario a las guerras), sino candoroso, más iluso que ilusionado. Formaba parte de la catarsis colectiva ese contraste entre lo oscuro de la caverna y la luz de Zapatero, con su razón ilustrada y su talante liberal y humano, generoso. Esa luz azul de los ojos acogedores del candidato se reflejó constante en las miradas de quienes le otorgaron su confianza o se abstuvieron. Sólo la televisión podía revelarnos los sentimientos,tal vez inconscientes, que delataban tales miradas; los matices sutiles que los ojos añadían a sus gestos y palabras. En ellos brillaba una chispa más o menos intensa de esperanza, es decir, de fe, y, como toda fe, dubitativa. ¿Sería verdad tanta belleza? ¿Nos fallará este hombre bueno, sincero y sin retórica, que no parece un político al uso? ¿Podrá ponernos de acuerdo sin que lo despedacemos tirando de él en direcciones contrarias? ¿Qué presiones de toda índole sufrirá para que no triunfe su proyecto regenerador de la política? No era ya querer asegurarse un rey Midas o un mesías (como ocurrió con Felipe en la izquierda y con Aznar en la derecha), sino temer la locura idealista y utópica de Don Quijote el justiciero, ese Alonso Quijano el bueno al que Zapatero había defendido de las burlas peperas destacando su valor, no tanto español como universal, por servir a la justicia, "sustancia y meollo" de la vida política; su ironía frente al "pensamiento único" de los dogmáticos. El joven socialista vino a responder que Don Quijote no era un loco. La razón quijotesca, enfrentada a la sinrazón del pancismo, simboliza la subversión de esa idea tan usual de un parlamento de mercaderes y una política de mafiosos, sustituida por otra de unos diputados que buscan, juntos y en diálogo, el mayor bien solidario de toda la ciudadanía,creándose así una política basada en los valores humanos. La utopía quijotesca de ZP es todo lo contrario de la quimera totalitaria y fracasada de su antecesor, y hay que ser, sencilla, responsable y humildemente, humano para defender la humanidad frente a los molinos gigantes del dinero y las armas. Eso tan raro en un político, su humanidad, es lo que, en definitiva, le ganó al candidato la confianza. Porque la provocó incluso entre diputados del PP que, al final, le estrecharon la mano, sonrientes y como liberados de algún peso.
Con todo, ZP no hubiera llegado hoy a gobernante sin el voto de unos ciudadanos de recuperada sensibilidad democrática, en los que ya había prendido la esperanza que emana su figura quijotesca de caballero noble y sin tacha. Ese caballero que, haciendo honor a la palabra dada y a la voluntad popular, ordena retirar las tropas españolas de una guerra injusta el primer día de su mandato.
J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional.
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