La tragedia de Haití
La muerte violenta de un periodista español, Ricardo Ortega, en Puerto Príncipe hace unas semanas nos acercó sombríamente a la terrible realidad de la República de Haití, cuyo último cambio de régimen no es sino un capítulo más de una triste historia antillana. La historia de Haití tiene muchas características de una pesadilla; entre otras, la repetición ritual. No en vano, es Haití el país del vudú y de los zombis, los muertos vivientes que renacen para torturar a los vivos. Algo de eso hay en la reciente historia haitiana. Muchos recordarán al atroz dictador François Duvalier (apodado Papá Doc, porque era médico) que se mantenía en el poder por medio de engaños y de terror, apoyado en un Ejército corrupto y sobre todo en bandas irregulares, "partidas de la porra" en terminología castiza, tontons macoutes, en habla créole. Pues bien, una generación más tarde resulta que el espíritu y las hechuras del ogro Duvalier han encarnado en su antiguo enemigo, el ex sacerdote Jean-Bertrand Aristide (Titide para los amigos), que de demócrata regenerador pasó en unos años a tirano autócrata sostenido en el poder por toda clase de triquiñuelas ilegales y por nuevas partidas de la porra, ahora llamadas caníbales y quimeras.
La triste historia de Haití está sujeta a gran número de diferentes interpretaciones. La gran mayoría atribuirá su desgracia al colonialismo: la cuestión no está tan clara. Haití fue el segundo país americano en romper el yugo colonial tras Estados Unidos. Cuba se independizó más de un siglo más tarde y, sin ser su situación envidiable, su economía, con estar muy mal, siempre fue menos pobre que la haitiana. Algo parecido puede decirse de la República Dominicana, con la que Haití comparte la isla Española, y que no se independizó hasta medio siglo después que Haití. No hablemos ya de Puerto Rico, que nunca fue independiente y que tiene la renta más alta de toda América Latina. Otros ven en el destino de Haití una confirmación de las tesis racistas: el secretario de Estado norteamericano decía en 1915 que el caso de Haití demostraba que "la raza africana carecía absolutamente de capacidad para organizarse políticamente". Ambas actitudes pueden ser equivocadas. Lo cierto es que Haití, precozmente independiente, quizá pagó esta precocidad: una república de ex esclavos, sin educación ni estructuras sociales, estaba muy mal situada para crear un Estado modelo. Sería difícil encontrar un caso más palmario de escasez de capital humano en el orto de una nación.
Pero yo veo en el caso haitiano no sólo una lección sobre los errores del pasado, sino una premonición sobre los peligros que acechan al futuro de la humanidad. El problema básico de Haití y de sus macabros ciclos políticos es que su economía no es viable. La población haitiana ha crecido y crece a un ritmo desmesurado, desproporcionado con sus pobres recursos, de tal modo que las sombrías predicciones maltusianas parecen encontrar confirmación en la mitad occidental de la isla Española. El país, que tenía unos tres millones de habitantes en 1950, tiene hoy 8,5 millones. A pesar de una fuerte emigración, la población de Haití casi se ha triplicado en poco más de medio siglo. Con unos 27.000 kilómetros cuadrados, Haití resulta hoy superpoblado, con una densidad de las más altas de América. Su agricultura poco tecnificada y mal administrada ha esquilmado y deforestado el suelo, y el país, casi exclusivamente agrícola, tiene un grave déficit alimentario, de modo que depende de la caridad internacional para sobrevivir. Carente de recursos físicos y humanos, Haití es un caso claro del llamado "círculo vicioso de la pobreza". Por ser pobre, no invierte en educación: más de la mitad de su población es analfabeta. La desorganización social, la ignorancia y la corrupción le impiden poner en marcha programas de control de la natalidad y tomar medidas para devolver a la tierra lo que la agricultura de subsistencia le ha quitado, empezando por los árboles.
¿Puede ocurrir en otros países lo que ocurre en Haití? En el pasado, desde luego, sí han ocurrido episodios parecidos. Cuando en el siglo XVIII unos viajeros europeos llegaron a la celebrada isla de Pascua, la de las gigantescas y misteriosas esculturas, encontraron a sus habitantes al borde de la inanición e incapaces de explicar el origen de aquellos impresionantes monumentos y aún menos de producirlos ellos mismos. La investigación fue desvelando el misterio poco a poco: la isla había contenido una civilización admirable, próspera y organizada, capaz de esculpir y mover los monumentos. Pero esta población también creció sin control, deforestó la isla y esquilmó su feracidad. Los isleños se vieron diezmados por el hambre y posiblemente por las luchas internas; su número disminuyó según hubiera predicho Malthus, por el hambre, las epidemias y las guerras. Perdieron su cultura y su historia. La deforestación de la isla les impedía hacer barcos para emigrar. Quedaron reducidos a una existencia miserable, siempre bajo la amenaza de morir de hambre. Así los encontraron los navegantes europeos. Algo parecido, aunque sin duda más complejo, ocurrió con la riquísima civilización maya que los españoles encontraron en la península de Yucatán en el siglo XVI. Los habitantes, que vivían entre impresionantes construcciones y templos (que los españoles compararon con las ruinas romanas que conocían en España, por lo que bautizaron con el nombre de Mérida a la nueva capital), no sabían lo que significaban, ni podían descifrar los jeroglíficos que sus antepasados habían esculpido en las estelas: sólo a finales del siglo XX, arqueólogos norteamericanos y europeos han empezado a leer esta escritura. No lo sabemos a ciencia cierta, pero muy probablemente la sobrepoblación produjo un cataclismo social en la sociedad maya, allá por el año 1000 de nuestra era, que destruyó una civilización (seguramente por la desaparición de las castas superiores civiles y religiosas, guardianas de las tradiciones científicas y de la escritura) y dejó a los supervivientes incapacitados para descifrar su historia.
Pensar que esto pueda ocurrir en el siglo XXI parece insensato. Sin embargo, hay indicios alarmantes: los países adelantados crecen poco demográficamente, pero sus patrones de consumo ejercen una presión desmedida sobre los recursos y contaminan el planeta. Los países atrasados amenazan con reproducir el "círculo vicioso de la miseria". Puede resultar que, aunque de modo mucho más complejo, la humanidad esté abocada a destruir el medio que la sustenta, como hicieron algunas sociedades primitivas. Las sombrías predicciones de Thomas Malthus, que no se cumplieron en los siglos XIX y XX, pueden llegar a tomar cuerpo en el siglo XXI.
Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.
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