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Columna
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'Antinada'

La prensa extranjera más universal sigue hablando de la votación informal del consistorio municipal de Barcelona declarando que ésta es una ciudad antitaurina. Franceses, ingleses e italianos parecen haber visto en este gesto un exótico, simbólico y prometedor culebrón, muy en el estilo del que sigue siendo la caza del zorro británica.

El guión del culebrón es de andar por casa: ¡rayos y truenos! No a todos los españoles les gustan los toros, ¡algunos quieren suprimirlos! La clave, el suspense, está en si los que no quieren matar toros -igual que otros no quieren cazar zorros- son los buenos o los malos de la película, son los modernos o los antiguos, y son, finalmente, tan españoles como los que quieren toros o representan la quinta columna del antiespañolismo. En cualquier caso, la conclusión -fue un consistorio el que votó, no unos particulares- suele ser la misma: Barcelona is different!

Las caras de cachondeo y juerga que tenían los ediles votantes en la televisión el día de aquella desgraciada votación expresaban tanto una supina inconsciencia como el deseo de que el show melodramático-político en el que participaban tomara carácter de provocación. Tal vez por eso colaboraron de buen grado, con la alegría del connaisseur novato, en el ridículo sainete. Efectivamente, en los días posteriores, lo que se ha dado en llamar toda España -en Barcelona sabemos muy bien de qué va tan genérica definición- reaccionó como un solo hombre: ¡ah!, ¡oh!, ¡cielos, estos catalanes!, ¡no sólo tienen un Carod y piden un Estatú, sino que ahora se han vuelto antitaurinos! ¡Desenmascarados están! ¡Raros, más que raros!

¿Había algún concejal en Babia de lo que pasaría? Todo es posible, pero la sensación que dieron es que estaban muy satisfechos de sí mismos. Como si hubieran puesto una pica en Flandes. Y mucho más contentos, desde luego, que cuando aprueban el presupuesto o mejoras en los servicios ciudadanos. Parecían niños que se acaban de regalar la mona a ellos mismos. ¡Traviesos niñatos!

¿Es que no pueden los políticos divertirse un poco haciendo demagogia con esos toros que interesan tan poco en Cataluña? A fin de cuentas, la votación no puede tener ningún efecto legal, puesto que esta ciudad carece de competencias -por suerte- a esos efectos. Si no votaron por divertirse, lo hicieron por algo más peligroso: nuestros ediles son unos cruzados del bien y quieren abrirnos los ojos sobre la crueldad con los animales. Como si no supiéramos eso antes que ellos. Como si no existiera aquí esa elegante, tolerante y voluntaria indiferencia ante un festejo tan peculiar como los toros.

Pero la ambigua distancia frente a lo taurino -de la que participo- es menos excluyente, cerril e inútil que declarar antitaurina a una ciudad entera. Lo preocupante es que esos risueños ediles democráticos pretendan negar, con esta declaración urbi et orbi, nuestra libertad de ciudadanos particulares de tener los gustos que nos dé la gana y decidir, a voluntad, sobre nuestros propios anti. Ya he tenido que dar explicaciones sobre esto a algunos extranjeros, atónitos porque aquí casi nadie habla de toros, ni a favor ni en contra: no hay debate porque a la gente le interesan cosas más importantes o urgentes.

Barcelona ha sido una ciudad libérrima, escéptica y variopinta: lo anti le es ajeno, milita en el prohibido prohibir. Hace dos días, en el cine donde vi la hiperrealista La Pasión de Cristo de Mel Gibson, justo a mi lado, un sesentón burgués, tras persignarse al comienzo de la película, se atiborró de palomitas y coca-colas al tiempo que contemplaba la historia más truculenta de la humanidad y la sangre corría a chorros. Al final volvió a persignarse: hay gente para todo. Esta ciudad no tiene otro misterio que su diversidad contradictoria. Ése es su encanto.

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