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Columna
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La mudanza

La investidura de Rodríguez Zapatero como presidente del Gobierno ha cerrado el proceso de transición a que dieron lugar las pasadas elecciones generales. Todo se ha desarrollado con esa "normalidad democrática" de la que hablan siempre los políticos, aunque también ha destacado, a efectos muy domésticos, un hecho singular. Quizás fuera la ansiedad con que el partido mayoritario deseaba hacerse con las riendas del Estado, o quizás la dramática melancolía del partido que se disponía a hacer entrega del poder, pero lo cierto es que ahora los medios de comunicación han ilustrado con especial detalle las pequeñas intendencias que suscitan estos cambios de Gobierno. Hemos visto fotografías o cortes de vídeo de altos cargos haciendo las maletas, de secretarias rellenando cajas para el traslado, de idas y venidas predispuestas a la mudanza. Toda clase de despachos institucionales han cambiado de inquilino. Algunos, los que se iban, debían almacenar ocho años de recuerdos y trabajos para llevárselos a casa, mientras que los que llegaban, quizás más ligeros de equipaje, se aprestaban a colocar en orden las carpetas, a rellenar los botes con bolígrafos no usados, a preguntar por la clave del ordenador o por el número del fax.

La democracia española ha establecido los cuatro años como período temporal para toda clase de mandatos públicos. En nuestro sistema, duran cuatro años el Gobierno central, los autonómicos, las legislaturas parlamentarias, los mandatos municipales. Duran cuatro años las administraciones provinciales y las universitarias. Una interminable cascada de organismos autónomos, sociedades públicas y entidades de la más variada especie ve también condicionada su gestión, dependiente de unas u otras instituciones superiores, a los mismos periodos.

Duran cuatro años los capitostes, los barandas, los jerarcas, y así son también miles y miles los cargos de medio pelo sometidos a semejante contrato temporal. El país está infestado de almas en pena, pendientes de esa inminente confirmación, o de esa inminente purga, pendientes, en fin, de un íntimo sobresalto. En esta ocasión, tal acumulación de invisibles dramas personales se ha hecho un poco más evidente. Cuando, tras los últimos comicios catalanes, un tripartito de izquierdas desalojó a CiU de la Generalitat, se habló de que eran más de 2.000 los cargos sometidos a trasvase, y ahora, tras la victoria del PSOE en las recientes elecciones generales, es previsible que la mudanza afecte a más personas, a más cargos públicos, a más puestos de confianza, a más leales y abnegadas secretarias.

Se trata de una escena costumbrista, una oportunidad para el sarcasmo o para la melancolía: abandonar ese despacho donde alguien ha ido dejando con los años retazos de su vida, ese despacho que ya estaba revestido de la pátina de un segundo hogar. Los despachos, las mesas de trabajo, acaban configurando espacios íntimos, territorios de acogida, zonas francas. Son como esas habitaciones de hotel, como esos cuartos alquilados en los que por un tiempo nos vimos obligados a vivir. La primera vez pusimos el pie en ellos casi con espanto, sintiéndonos lejos de casa, pero a los pocos días los reconocemos ya como nuestra propia madriguera, un espacio que abandonaremos, cuando haya que partir de nuevo, con inesperada nostalgia.

La épica de las oficinas públicas pasa por las resoluciones que se editan en los boletines oficiales, por las decisiones de los órganos colegiados, por las veleidosas o fundadas razones por las que el nuevo cargo electo confirma nombramientos o designa sustitutos. Uno de los cuadros de costumbres de nuestra democracia pasa por ese nomadeo cuatrienal. Se ventilan los despachos y se procede a una ingente transmisión de archivadores, ordenadores, expedientes y proyectos a medio hacer. Han sido muchas las almas melancólicas que en estas últimas semanas, más que trabajar, han meditado perezosamente sobre su mesa de trabajo, y han sentido de pronto que esa mesa, esas paredes, esos juegos de llaves, resultaban, en el fondo, cosas más queridas de lo que nunca llegaron a imaginar.

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