"El lavado de los ricos no es sólo de dólares, es también de conciencia"
Colombia es un complejo país tropical, con más habitantes que España y el doble de su extensión, pero con un cuarto de su producto interno bruto y una décima parte de sus exportaciones. Algo más grave, con muchos más grupos terroristas (la guerrilla de las FARC y la contraguerrilla de las AUC aterrorizan más que ETA, pues cuentan con 40.000 hombres en armas), con una devastadora economía subterránea -cocaína, heroína, armas- y con selvas tan intrincadas, litorales tan largos y cordilleras tan escabrosas que encontrar allí a los miles de secuestrados que hay en el país es como buscar alfileres en montañas de paja.
Pero hay algo alentador en lo que también es fértil la Colombia de hoy: en novelistas. Los viejos siguen escribiendo (García Márquez, Mutis), los más jóvenes empujan (Gamboa, Franco) y los maduros no aflojan el paso (Fernando Vallejo, R. H. Moreno-Durán). Entre estos últimos está una mujer fascinante, Laura Restrepo, que acaba de ganar el Premio Alfaguara con Delirio, su más reciente novela. Restrepo, nacida en Bogotá hace medio siglo, tiene a sus espaldas una importante obra narrativa y algunos premios internacionales (Prix France Culture, Sor Juana Inés de la Cruz), pero su vida misma también tiene visos de novela y, por qué no, de Delirio. De todo esto hablamos, con fondo de vallenatos y boleros, en una noche típica de Bogotá:
"Hay otro descubrimiento en el libro: un secreto no es lo que no se sabe sino lo que no se reconoce que se sabe"
PREGUNTA. Usted creció como "niña rica", después fue trotskista, luego estuvo cerca del grupo M-19, ¿llegó a ser guerrillera?
RESPUESTA. Yo fui del M-19, pero nunca toqué un arma. No me vinculé a ellos por convicción, sino porque la realidad me fue acorralando. A mí el presidente Betancur me había nombrado como comisionada de paz; el Gobierno quería hacer la paz con ese grupo guerrillero. Pero en cada encuentro de la Comisión de Paz con la guerrilla había un tiroteo espantoso, porque el Ejército se oponía al proceso y los militares estaban resueltos a acabar con cuanto guerrillero se amnistiara y entregara las armas. De hecho los iban matando a todos de un modo sistemático. Como comisionada, tenía que decirlo. Al principio la prensa me publicaba lo que estaba pasando, pero con el tiempo se fue volviendo muy incómodo ese proceso de paz y ya no me volvieron a publicar nada. Escribí un libro demostrando que quienes habían roto el proceso de paz habían sido los militares y no la guerrilla. Y empezaron a amenazarme y a cercarme de tal manera que mi única opción fue acercarme a la gente del M-19 para que me protegiera, ya que tenían un montaje clandestino que era mi única protección. Hubo una lista, la llamada Operación Águila, en la que estaba mi nombre, y a todos los iban matando. Por eso me tuve que acercar a ese grupo. Hubo un momento en que no podía ir a mi casa. Entonces adónde vas tú. Ellos eran los únicos que podían esconderme. Finalmente me fui al exilio, siempre buscando apoyo internacional para la negociación, que al cabo de unos años cristalizó.
P. ¿Cree todavía en la lucha armada?
R. Tengo un disgusto visceral por las armas, vengan de donde vengan. Creo que detrás de toda arma hay alguna forma oscura de negocio. Y me parece más que llegada la hora de sustituir toda la lucha armada con una epopeya de gente desarmada. Yo no le veo a eso encanto ni propósito político, ni salida, ni capacidad de seducir, y en un país plagado de muertos una muerte más ya no significa sino más dolor. Creo en procesos democráticos masivos, en la convocatoria multitudinaria, en la oposición pacífica, en la resistencia cívica, en la reconciliación, en el desarme, en la redistribución del ingreso.
P. En Delirio no hay guerrilleros, pero sí están presentes otras realidades colombianas. La protagonista proviene como usted de la alta burguesía, pero, como no es inusual en Colombia, la familia del libro hace negocios con la mafia, y concretamente con esa especie de personificación del diablo que es Pablo Escobar.
R. Esa interpretación me gusta. Como diablo que es, es el único que en realidad entiende siempre lo que está pasando. El lavado de los ricos no es sólo de dólares, el lavado es también de conciencia. En cambio, el capo se asume como lo que es, en toda su maldad y en toda su esencia. Yo creo que por eso dices tú que es el diablo: eso le permite afirmar lo que es en cada momento. En la novela las afirmaciones que no vienen disfrazadas o matizadas por un montón de justificaciones son las de él. Los ricos en cambio se esconden, ocultan la verdad, intentan decir que es lo que no es. Pablo dice, después de esa lucha desesperada porque los ricos lo reconozcan: "¡Qué pobres son los ricos de este país!", que es una frase genial. Y él llega a esa convicción porque los tiene comiendo en la mano. Su fortuna superó por mucho la de ellos, y ellos no se negaban a hacer negocios con él, así lo hicieran solapadamente, porque sí se negaban a invitarlo al club. En cambio lo que aparece en los personajes de la alta burguesía es que viven bajo el peso tremendo de la mentira, de la simulación o el disimulo. Son capaces de echar a un hijo o a una hija de la casa, con tal de no romper esa cadena de mentiras. La mentira llega a pesar más que el amor, lo que es tremendo. La necesidad de ocultar ciertas cosas llega a enloquecer.
P. ¿Qué es finalmente lo que se oculta? ¿Cuál es el gran secreto?
R. Tal vez sea el placer. Toda esa cadena de mentiras se arma para negarlo. Quizá no sea ni siquiera el sexo, sino el placer, que es lo inadmisible aquí. Tal vez ésa sea la clave de esa cadena obsesiva de mentiras. Hay otro descubrimiento en el libro: un secreto no es lo que no se sabe sino lo que no se reconoce que se sabe. Ésa es otra experiencia que uno tiene acá, en este país, en la política y en lo moral: todo se sabe, y sin embargo se conserva la forma. No se puede reconocer que se sabe. Ése es el verdadero secreto. Ahí comienza la locura, en la novela, que aparece como producto de la negación sistemática de la realidad. Una y otra vez las cosas que son evidentes se niegan por razones de una determinada moralidad familiar, hasta que la niña pierde el sentido de la realidad.
P. Usted, ¿ha traicionado en Delirio, y en su vida, a su clase, o al menos las mentiras de su clase?
R. Yo, como Agustina, salí huyendo de ese ambiente, pero por razones muy distintas a las de ella. Yo tuve una vida familiar feliz; un padre extraordinario. Huí de la felicidad mayor, de un papá dedicado a nosotros y libertario. Se huye también de la felicidad. Entendí que lo mío estaba en otra parte: en el mundo que estaba fuera. Ese otro mundo empezó a intrigarme enormemente. Sí, la felicidad era posible en el círculo muy cerrado de mi casa, pero si uno no lo rompía, se quedaba en una felicidad muy limitada. No era culpa lo que sentía: era la convicción de que me iba a quedar sin vivir. Esa pequeña felicidad no era la vida mía. Como adulta yo debía buscar mi propia vida. Lo que pasa es que en esa felicidad había cosas prohibidas. La generación mía que se va a los movimientos de izquierda lo hizo por convicción y horror ante la desigualdad, pero había un resorte anterior, que era la inhibición de la sexualidad. Un resorte para salir a buscar una vida más libre. En la familia había que seguir unos pasos fijos, que tal vez uno no estaba dispuesto a seguir.
P. En Delirio, la protagonista "cambia de vela", un pene masculino tras otro, para captar la atención del padre...
R. Tal vez eso fue lo más audaz que me permití en el libro. ¿Qué hay detrás de los celos paternos y cómo manejarlos? Por fin ella encuentra cómo controlar a ese padre indiferente y que nunca la ha tenido muy en cuenta. No quise hacer nada freudiano, pero sí entender qué hay detrás de los celos de ese padre: cuál es el horror de que la niña esté en un carro sola, por qué vigila sus salidas, sus novios, qué es ese temor al deshonor.
P. A diferencia de sus libros anteriores, más periodísticos, en éste usted no hace una investigación de campo, ni bibliográfica, para hablar de la locura.
R. Sí, esta vez quise contar la tragedia en términos más íntimos, más interiores, incluso dentro de espacios cerrados, casas, apartamentos, cuartos de hotel. En ese espacio donde parece que estamos protegidos, que nada nos puede ocurrir, pues se cierra la puerta y la tragedia queda fuera. En cambio, la tragedia también puede estar dentro. Sin embargo, observé a algunos enfermos mentales, leí bastante, investigué, y hubo una experiencia fundamental, no buscada: en medio de la escritura del libro recibí un mail de una joven que quería que le dirigiera su tesis de grado. Yo esos mails en general ni los contesto. Pero ésta era una médico, y yo soy una médico frustrada. Ella trabajaba con enfermos terminales y estaba haciendo un posgrado en literatura. Acepté. El tema de la tesis era cómo yo enfermaba y curaba a mis personajes en las novelas. Es cierto: eso sucede en mis libros, como una manera de ejercer la medicina que no he podido ejercer en la vida. Durante ocho meses me estuve carteando con esta muchacha de manera regular sobre el tema. En determinado momento, después de tantas cartas sin vernos, me pidió una cita en Bogotá, me dijo que quería verme el 23 de noviembre, un sábado. Yo le dije que ese día no podía porque es el cumpleaños de mi hijo, y le di cita para el lunes. Ella no me contestó. El martes me llamó la decana diciéndome que la muchacha se había suicidado ese sábado. Me puse a releer la correspondencia que habíamos tenido durante ocho meses y me di cuenta de que ella llevaba ocho meses diciéndomelo. Yo, que supuestamente curaba personajes, había sido incapaz de entender lo que me estaba diciendo una persona real. Le contestaba hablando de literatura y ella todo el tiempo me escribía de la realidad; no fui capaz de entender. Eso me dolió mucho, fue como si alguien me gritara en la cara mi incapacidad. Su pregunta era: ¿cómo curas?, como si ella esperara que el milagro de los libros sucediera en ella. Yo no la curé, ni siquiera la atendí en el día que me pidió la cita. Es una llamada de atención brutal a las limitaciones de la literatura. Eso marcó la novela porque yo sabía que a Agustina tampoco la podía curar.
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