Crónica de una persecución
Desde sus lejanos principios, la historia del libro está iluminada por las hogueras de los censores. Digo mal: censores implica que la destrucción obedece siempre a una justificación razonada. Como lo prueba el aterrador y magistral libro del erudito venezolano Fernando Báez, autor de una excelente Historia de la antigua biblioteca de Alejandría y de una relación de Los últimos días de Martin Heidegger, la mayor parte de estos crímenes fueron (y aún son) cometidos sin justificación alguna: por ignorancia, por olvido, por desidia, por error, por miedo, por la acción del agua, del fuego y del gusano que todo lo corroe. La historia del libro está desde siempre acompañada por la historia de su destrucción.
Felizmente, al mismo tiempo que esta nueva historia universal de la infamia, ha aparecido una versión paralela que la opone y la sopesa. La Historia de la edición y de la lectura en España, bajo la dirección de tres notables catedráticos especialistas del libro y de las prácticas de lectura, narra a través de unos setenta ensayos (magníficamente ilustrados y acompañados de documentos la mayor parte poco conocidos), los curiosos avatares de la más regocijante de las artes humanas. Siguiendo como modelo la ejemplar Histoire de l'édition française dirigida por Henri-Jean Martin y Roer Chartier de 1982, y limitándose al espacio de cuatro siglos y medio españoles, este impresionante volumen representa sin duda el compendio de estudios más completo sobre el tema. Necesariamente algunos de los argumentos del libro de Báez son repetidos (y ampliados) en esta otra historia, pero el lector que desespere de lo que Báez muy justamente llama "memoricidio" hallará sosiego en doctos artículos que analizan, en la Historia de la edición y de la lectura en España, cuestiones tales como las "nuevas propuestas a un público femenino" en los siglos XVII y XVIII, o los "usos de la lectura" en el siglo XIX. Si algo resulta evidente de este encuentro entre el deseo de recordar y el deseo de destruir es que la generosidad de la memoria nos obliga a conservar el relato de las prácticas del olvido.
Báez toma como punto de partida
(y también como final) la más reciente de nuestras destrucciones de libros, ocurrida durante el saqueo de las bibliotecas, museos y archivos de Irak en abril de 2003. "Nuestra memoria ya no existe. La cuna de la civilización, de la escritura y de las leyes, ha sido quemada. Sólo quedan cenizas". Con estas palabras, dichas por un profesor de historia de Bagdad, comienza Báez su libro. "Los comunicados procedentes de Bagdad son inadecuados, falsos e incompletos. Todo se encuentra mucho peor de lo que nos han dicho. Hoy estamos próximos a un desastre". Con estas otras palabras, dichas no por un reportero o especialista contemporáneo sino por Lawrence de Arabia en 1920, en una carta dirigida a sus superiores, Báez concluye su encuesta. Entre ambas citas yacen seis mil años de nuestra historia que incluyen, de ruina en ruina, la biblioteca de Alejandría, las prohibiciones de los faraones de Egipto, los crímenes de los biblioclastas de Grecia, los esfuerzos de los drásticos emperadores de China por eliminar el pasado, la obra de los censores de Roma, las obras paganas destruidas por los primeros cristianos, las primeras destrucciones de las bibliotecas de Bagdad, los libros musulmanes y judíos purgados en España, los códices quemados en México, las hogueras del Santo Oficio, la censura de la Inglaterra puritana, los incendios y naufragios de bibliotecas diversas, las obras inmorales o blasfemas prohibidas en el siglo XIX, el Holocausto nazi, los saqueos durante la Guerra Civil española, las bibliotecas víctimas de las dictaduras del siglo XX, el terrorismo y la guerra electrónica. La Historia universal de la destrucción de libros tiene algo de cementerio.
No la voluntad de destruir libros sino su ubicuidad sorprende en la obra de Báez. Todas las culturas, todas las épocas participaron. Ni siquiera los mismos escritores son inocentes. Platón, según Diógenes Laercio, destruyó las obras de Demócrito; Descartes pidió a sus lectores que quemaran los libros anteriores a su Discurso del método; David Hume exigió la supresión de todos los manuales de metafísica; los futuristas propusieron la quema de todas las bibliotecas; Vladímir Nabokov (horresco referens) quemó el Quijote en el Memorial Hall de Harvard ante más de seiscientos alumnos.
La tarea de los destructores de libros es colosal y no siempre requiere el fuego. A veces basta abortarlos o despreciarlos. Dos de los muchos documentos reproducidos en la Historia de la edición y de la lectura en España ilustran estas otras tácticas. El inquisidor general Andrés Pacheco, en una carta dirigida al Rey de España, fechada el 25 de septiembre de 1623, se queja de la abundancia de libros perniciosos y, precavido, pide que éstos sean censurados antes y no después de ser impresos. Casi dos siglos más tarde, Carolina Coronado escribe una carta a Hartzenbusch quejándose del empeño de la sociedad española en prohibirle la lectura a las mujeres, quienes "después de terminar sus ocupaciones domésticas, deben retirarse a murmurar con las amigas y no a leer libros que corrompen la juventud".
Pero también están los que alientan, propagan y defienden la lectura, y la Historia de la edición y de la lectura en España les hace erudito honor investigando la tarea de traductores que inventaron ingeniosas maneras de escapar a la censura, de impresores y libreros que en los siglos XVII y XVIII propusieron al público nuevas formas del libro, de editores enciclopedistas decimonónicos cuyos nombres se confunden con su obra (como Salvat, Seguí y Montaner y Simón), incluso de periodistas y de magnates de la prensa que, quizá por razones menos intelectuales que económicas, ofrecieron en las páginas de sus diarios lecturas para todos.
Una historia de la edición y de la lectura, y otra de la destrucción de los libros ¿son la crónica de un arte que muere, o la declaración de principios de un arte que se niega a desaparecer? Creo que lo último. Las amenazas pronunciadas contra el libro desde los púlpitos, desde los sillones de gobierno, desde las oficinas de la industria electrónica, no han hecho, al parecer, sino alentar nuestro reconocimiento de la lectura como actividad esencial del ser humano. Que los lectores sean pocos, que lean mal, que confundan propaganda con literatura importa menos que el arte de leer continúe, las más veces, a ayudarnos a ser un poco más felices y un poco menos idiotas.
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