Relatos filosóficos de viaje
Dice Adorno que las cosas se cargan de todo tipo de significados secretos cuando pierden su utilidad. Que, entonces, el subjetivismo las recubre con emociones de ensueño y adquieren una suerte de irradiación de lo imaginario y eterno. O una especie de aura de distanciamiento, en la que sin embargo aparecen entrañables y cercanas. Y dice Hertmans que algo así está en la base de esa sensación de exaltación específica y agradable que se experimenta al llegar por primera vez a una ciudad extraña. Las ciudades que visitas no pertenecen al negocio diario. Hay en ellas una libertad de mirada y acercamiento que no se ha perdido aún en la utilidad de la rutina cotidiana. Y que se recrea, gozosa, en la experiencia inmediata de la ciudad y en la memoria cultural de su imaginario. En una urbe utópica, a fin de cuentas.
CIUDADES
Stefan Hertmans
Traducción de Julio Grande
Pre-Textos. Valencia, 2003
327 páginas. 25 euros
Pero Hertmans no sólo describe una peregrinación cultural, ni sólo ejercita crítica política y social, en las ciudades que visita. Que lo hace, y muy bien. El carácter teatral -warholiano- de las sociedades urbanas de hoy da para más cosas, también a la hora de relatar viajes a ellas con mayor desenfado. En consonancia con el tipo humano complejo y evanescente que generan. Es verdad que la ciudad es el territorio de la comunicación humana en su forma más avanzada, pero lo es en tanto pasarela en la que el hombre contemporáneo toma conciencia de un montón de cosas que deben someterse al análisis despiadado de las miradas circundantes. En este sentido, la crisis de personalidad es el filtro inevitable por el que debe pasar el provinciano para convertirse en alguien que ha de diseñarse a sí mismo -a la carta, diríamos- en la ciudad posmoderna.
El viajero, filtrado ya en otras, no está sujeto a esos avatares en una ciudad extraña. En ella es mero espectador libre de su teatro. Incluso a distancia. Puede conocerse una ciudad desconocida, en efecto, a cientos de kilómetros de ella. Tumbado, como el autor, en la playa de una pequeña isla griega, por ejemplo, donde una chica de Amsterdam le habla de esa ciudad de tal modo que más tarde él la reconocerá perfectamente in situ en el olor del agua de sus canales o en el bullicio de Leidseplein de noche, pongamos. Ya decía Durrell que una ciudad se convierte en un mundo cuando amas a uno de sus habitantes. Aunque puede también que en un infierno. Porque si no tienes cuidado, dice Hertmans, "cualquier detalle insignificante puede mandarte a casa más solo que la una haciendo dedo en la autopista". (Otro tipo de distancia).
Hertmans habla de novias y ligues. De achispamientos en los bares mientras toma apuntes y fuma un cigarrillo. De paseos resacosos por las calles con el discman al cinto. Pero aunque cuente graciosamente cosas anecdóticas así, Hertmans no es anecdótico. Sus viajes son realmente conceptuales, filosóficos. Aunque presente Trieste, por ejemplo, como "la ciudad donde Joyce se iba de putas mientras su novia estaba a punto de dar a luz", y recuerde las callejuelas de casas contra cuyas paredes el irlandés, borrachísimo, iba tropezando -arsing along- de madrugada camino a casa, busca y capta allí la verdadera experiencia que evoca el Trieste, no sólo de Joyce, sino de Rilke, Svevo, Winckelmann, etcétera. La del suave y tranquilizador aislamiento en un centro abandonado, en un lugar al margen de todo, donde todo está cerca aún y todo aparece ya, sin embargo, muy lejano.
Si, borracho, de noche, por
las calles de Tubinga, le viene el olor de un cabello femenino después de diez años, a orillas del Neckar ha visto antes a Hölderlin sentado a su lado, absorto, con el espíritu roto, ignorado por Goethe, abandonado por Schelling. Ha estado horas meditando en soledad en la salita superior de su torre. Ha respirado por doquier esa misma jovialidad provinciana y asfixiante que volvió loco al gran poeta y que ahora le ahoga a él. Una jovialidad que prometía algo inexistente: el recogimiento en la imagen idealizada de un mundo puro y auténtico. En realidad: la imagen opresiva y "absolutamente enferma" de un mundo alemán, lleno de "hombres y mujeres sin sensualidad", que sólo "está ahí' gratuitamente, inaprehensible y del todo 'inespiritual". El mismo idilio provinciano de Weimar, en cuyas afueras, "a diez kilómetros de la casita de Goethe", en Buchenwald, se abrasó una parte de la nación alemana. La mejor, según Nietzsche.
Dresde: memoria tanto de la "Florencia del Elba " de los Habsburgo como de una ciudad arrasada por la venganza inglesa ("la versión particular de Hiroshima y Nagasaki llevada a cabo por Su Majestad la Reina de Inglaterra"). Viena: la Kakania genial de Musil y tantos otros grandes, y el recuerdo de una sombría habitación en un pobre edificio de apartamentos en Josefstadt, cuyos ruidos de corrala le hacen pensar un tanto teatralmente en que la vida no es nada, sólo polvo en las calles, el ratón muerto bajo la escalera, la espuma en el fregadero... Bruselas, en fin: la no-ciudad. Una ciudad de todos y de nadie, en la que parece que estás en todas partes y en ninguna.
Pero quizá sólo desde una experiencia extrema así de no-lugar o lugar de nadie sea posible de verdad coexistir de manera radical y libre con una idea de una ciudad o con un plano utópico de la ciudad. Superar la banalidad de la rutina. "Para ello quizá tengas que dibujar con mayor precisión el cuerpo de tu amada", dice Hertmans, evocando a la Justine de la Alejandría de Durrell. Seguramente es verdad que una ciudad no llega a conocerse bien hasta que no se ama a uno de sus habitantes. Hasta que no deja de ser, pues, un objeto de conocimiento y se convierte en un mundo de ensueño precisamente porque con el amor ha perdido toda su utilidad. Se ha convertido en la alegoría de los secretos del cuerpo amado, y éste en la clave de los suyos. Es posible que un supuesto durrelliano así sea el más oscuro pero el más efectivo de Hertmans en estos relatos de viaje, que, a pesar de todo, pueden calificarse con toda razón de "filosóficos", como hace la contraportada del libro. Cuyo gran encanto reposa en una mezcla explosiva de ensayo y novela, categoría y anécdota, de vocabulario casi académico y vocabulario casi grosero, a la que siempre mantiene en serena tensión una exquisita sensibilidad tanto intelectual como básica.
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