Religión y violencia
Mi última estancia en París se convirtió en un viaje imaginario a Camboya, desde la visita al Museo Guimet, con sus espléndidos fondos procedentes de Angkor, a la conversación camino del aeropuerto con un taxista camboyano que había perdido toda su familia en el genocidio de los jemeres rojos entre 1975 y 1979. Casi dos millones de víctimas en un país de ocho millones de habitantes. Entre medias, asistí a la proyección del documental S-21, de Rithy Panh, sobre Tuol Sleng, el antiguo centro de enseñanza de la capital camboyana, convertido por Pol Pot en centro de exterminio. Allí fueron torturados y ejecutados decenas de miles de hombres y mujeres, opositores, disidentes o simples sospechosos. En el filme, dos de los seis supervivientes reconstruyen ese terrible pasado en sosegada conversación con un grupo de responsables de interrogatorios, torturadores y guardianes. Los antiguos verdugos se acogen al clásico recurso de la obediencia debida y sin remordimiento alguno se muestran sólo preocupados ante la posibilidad de que los espíritus de los asesinados les produjeran un mal karma, un balance negativo de cara a una posterior existencia.
La lectura habitual de lo ocurrido en Camboya se limita a subrayar su barbarie inaudita. Pero conviene tener en cuenta que, como en tantos otros episodios similares, su génesis resulta perfectamente inteligible. El cóctel de nuestro caso, el genocidio camboyano, resulta de la convergencia de un proyecto supuestamente racionalista para una no menos supuesta emancipación de la humanidad, el comunismo entendido a modo de religión secular, con un delirio voluntarista en la línea del "gran salto adelante" de Mao. Una fórmula parecida a la que inspiró las matanzas de Sendero Luminoso en Perú. A ello se suman en Camboya elementos religiosos, del tipo de la creencia en los espíritus dominantes del espacio rural, ahora transferida al Angkor, el partido comunista cubierto bajo el disfraz de una organización omnipresente y punitiva, o de la aludida variante kármica del budismo, por la cual ese balance de las vidas y de las posiciones sociales resulta irreversible. No hay confesión individual o colectiva que valga, y la "reeducación" encubre la muerte. De ahí que las categorías sociales asociadas a la burguesía, hasta abarcar al conjunto de la población urbana, se encuentren condenadas al exterminio a fin de que triunfe la revolución del campesinado bajo la dirección implacable del partido comunista transformado en gran espíritu tutelar (neak ta). Lo viejo y lo nuevo, la religión secular y la tradicional, se fundían en una combinación siniestra, llevando al último extremo el principio comunista de la necesaria aniquilación del enemigo de clase. Las interminables autobiografías que han de redactar bajo tortura los detenidos en Tuol Sleng se sitúan en la estela de La confesión de Arthur London, en la oleada final de la represión estalinista, y constituyen una aplicación monstruosa de las enseñanzas de la Tercera Internacional; los conceptos organizativos y la resolución abrupta del tema de la culpabilidad remiten a la misma tradición budista y animista que los jemeres rojos aspiraban a suprimir.
A pesar de todo, la deriva hacia la violencia en algunas formas de budismo, que en su versión nacionalista de Sri Lanka llegó por un momento a provocar brotes de terrorismo budista (asesinato del presidente Bandaranaike en 1959), lo mismo que en Japón con la secta Soka Gakkai, implica una abierta contradicción con el fondo de una doctrina que convierte en su emblema el principio de no violencia (ahimsa). Curiosamente, son las religiones sin dios, como el jainismo o el propio budismo, las que proclaman la necesidad de que impere la no violencia en las relaciones humanas, enfrentándose de paso a ese elemento central en las relaciones entre la divinidad (o divinidades) y los hombres que es el sacrificio. Los monoteísmos se encuentran en la vertiente opuesta, dada la radical asimetría existente entre el Creador único y sus criaturas. Únicamente el cristianismo intenta salvar el obstáculo, haciendo de la propia divinidad, en la figura mixta de Jesús, la víctima de un sacrificio que por su forma se convierte en signo de redención y de fraternidad. La dualidad fundamental resulta de este modo superada y el acto de suprema violencia, la muerte de Dios, legitima el llamamiento a la supresión de esa misma violencia entre los hombres. La historia de la Iglesia sería, sin embargo, una prueba de la dificultad para separar el imperio de Dios del ejercicio de la represión y, en ocasiones, de la legitimación del crimen. No en vano ha sido necesario llevar a cabo una depuración de los textos católicos inspirados en una recurrente judeofobia y, en consecuencia, vivero doctrinal para quienes promovieron el holocausto. Y la labor no está todavía terminada, conforme recordara recientemente Goldhagen. Llegados a este punto, resulta preciso insistir en el papel central que desempeñan los planteamientos teológicos, puestos al servicio de la política de exterminio, en nuestro caso de los judíos. El contexto político, la mentalidad, las formas de difusión de las ideas, todo es diferente en el año 1930 respecto del año 700. Sin embargo, el encuentro del antijudaísmo católico y del criterio germánico de la sangre hace de las persecuciones desencadenadas en la fase final del reino visigodo un claro anticipo en cuanto a homología en argumentación y finalidad de lo que van a representar las confluencias genocidas de religión y racismo en el siglo XX.
Del mismo modo que el concepto de "pueblo elegido", su asociado de "tierra de promisión" y la entrada en escena de Yahvé, un Dios violento y partidario de los suyos, se encuentran en la base, no sólo de los episodios bíblicos conocidos, tales como las matanzas ejecutadas por orden de ese Dios en el libro de Josué, entre otros, sino del comportamiento agresivo y muchas veces criminal del Estado de Israel en Palestina. La creencia de que una tierra es judía porque en ella instaló Yahvé a su pueblo, con Jerusalén como capital eterna, y que todo oponente a tal proyecto ha de ser destrozado, es algo más que una referente para las minorías integristas en el Estado judío. Aporta el aval religioso a una política en que las violaciones de los derechos humanos y los crímenes contra la humanidad no pueden justificarse por los actos de terror cuyo origen no reside en el integrismo islámico, sino en la desesperación de un pueblo oprimido. El tiempo del shahid, de quien practica atentados suicidas en la senda de Alá contra todo tipo de blancos en Israel, vendrá más tarde.
El caso del islam no es, pues, único. Simplemente ocupa en la actualidad la parte frontal del escenario, ante la trágica importancia que ha cobrado el terrorismo islámico. Y escribimos una vez más "terrorismo islámico", porque no es terrorismo en el islám o terrorismo practicado por musulmanes, sino estrategia terrorista adoptada por sectores integristas que la elaboran a partir de una lectura parcial, pero ortodoxa, de los textos sagrados, el Corán y los hadices. Ha existido en la historia un terrorismo católico, pero mal puede buscar legitimación en los Evangelios. La asociación entre religión y guerra que caracteriza a la actividad de Mahoma en Medina, a partir de 622, es paralela, en cambio, a una explicación doctrinal que hace del "combate en la senda de Alá" y de la implicación activa de los creyentes en esa lucha, de la yihad, el núcleo de una dinámica expansiva cuyo punto de llegada no es otro que la superación definitiva de la fitna, de la discordia entre los hombres y los creyentes, por fin reunidos en la concordia que implica la sumisión de todos a la religión de Alá. La perspectiva mundial se encuentra definida de antemano y el esfuerzo combativo en la senda de Alá, la yihad, constituye la mediación indispensable para alcanzar dicha meta. Advirtamos una vez más que esto no significa que el conjunto del Corán lleve a ese desarrollo; sólo que éste existe y que no va a tener que esperar a la presión de Occidente para que se convierta en inspirador de la acción violenta de un sector minoritario de los creyentes. Nuestros almohades en el siglo XII o los almohades árabes conocidos como wahhabíes en el siglo XVIII y a principios del XX, lo llevaron a la práctica, sin que existiera en aquella época una dependencia colonial del mundo musulmán, aun cuando siempre esa reacción se da al ver en peligro la hegemonía de la creencia, bien en el terreno político, bien por la "degeneración" de las costumbres. El integrismo de la segunda mitad del siglo XX fue siempre bien consciente de esa necesidad de apoyarse en la doctrina yihadista, tanto del Corán y los hadices como de aquellos teóricos que sistematizan los cabos sueltos de los textos sagrados en una Política de la sharía, tal y como titula Ibn Taymiyya su libro hacia 1300. En sus páginas se encuentran definidos tanto los supuestos que convierten en deseable el modelo social basado en la ley coránica como la exigencia de practicar la yihad contra los enemigos exteriores e internos de la fe, comprendidos los gobernantes que sólo son musulmanes de nombre. El arsenal ideológico de la acción integrista está ya formado. No en vano le cita Bin Laden en sus proclamas, a continuación de las referencias coránicas, en calidad de jeque del islam. Cuando en 1981 un teniente asesina al presidente egipcio Sadat en el curso de un desfile, está ejecutando la condena dictada contra los apóstatas por el mismo Ibn Taymiyya. Y grita, en alusión al Corán, que ha matado al Faraón, prototipo en el libro sagrado de gobernante enemigo de Dios.
La comprensión del integrismo islámico en general, y de su dimensión terrorista protagonizada por Al Qaeda en particular, requiere conjugar en todo momento sus dos dimensiones: la moderna, vinculada en los planos técnico, económico y estratégico a la globalización, y la vuelta hacia el pasado, a efectos de encontrar tanto los objetivos idealizados, la edad de oro del primer islam, como los principios inspiradores de la acción violenta, y en primer plano, el Corán. Insistamos en que a diferencia de otras religiones cuyas concepciones teológicas y políticas cambian en el curso de la historia, el islam se funda en una revelación única, válida para la eternidad y que nunca puede ser sometida al juicio de los hombres. De ahí la terrible actualidad de la cascada de versículos que legitiman ese "combate en la senda de Alá" y de su culminación en el más citado por los imames integristas en las mezquitas: "Y no penséis que quienes han caído en la senda de Alá hayan muerto. ¡Al contrario! Están vivos y bien provistos al lado de su Señor".
En suma, la lucha contra el terrorismo no puede ser sólo política o policial. Resulta imprescindible arrancar sus raíces, en la medida que entre nosotros los colectivos religiosos musulmanes, a diferencia de los sindicales, aun enfrentados a las matanzas, se niegan a reconocer que el problema es interno al islam. Por desgracia es falsa la afirmación de que Al Qaeda y el Corán nada tienen que ver: hay demasiadas frases cargadas de muerte en el Corán de la etapa guerrera y en los hadices o sentencias del Profeta. El que diga lo contrario, miente y engaña. La eliminación del mensaje de violencia enquistado en ambos es hoy más que nunca imprescindible en la enseñanza y en la predicación. Entonces sí nos encontraríamos en la vía de vencer, tanto al terror como a la amenaza del racismo. Es preciso conseguir que los dioses asuman, no el patrocinio, sino la condena de la violencia, como en el frontón de Pyrgi basado en Los siete contra Tebas y conservado en el Museo Etrusco de Roma, donde Atenea muestra su repugnancia ante un acto bestial. Claro que para eso, siguiendo el ejemplo de Grecia, siempre Grecia, los dioses habrán de amoldar su conducta y someterse al juicio de la razón humana.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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