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Es hora de enviar a la Brigada Wolfowitz

Las noticias que llegaban de Irak a principios de mes difícilmente podían ser más sombrías: los cadáveres quemados y mutilados de los empleados de una empresa de seguridad colgados de un puente sobre el río Éufrates, una visión tan estremecedora que las muertes casi simultáneas de cinco soldados estadounidenses se vieron relegadas a un espacio mucho menor, casi como una nota a pie de página. El fin de semana siguiente, miles de seguidores de Múqtada al Sáder, un clérigo chií, atacaron las comisarías y los edificios públicos de varias ciudades. Al menos ocho soldados estadounidenses y 40 iraquíes murieron; hubo centenares de heridos. El lunes día 5, la coalición liderada por Estados Unidos anunció planes para detener a Al Sáder, acusado del asesinato de un clérigo rival. En Faluya, donde portavoces militares estadounidenses prometieron que las atrocidades no quedarían impunes y que las represalias serían abrumadoras, los marines empezaron la Operación Resolución Vigilante. Cortaron todas las carreteras, vallándolas con alambrada en concertina. Quizá el área de Faluya pronto reproduzca esas escenas que contemplamos en la franja de Gaza, cuando el Ejército israelí responde al ataque palestino más reciente.

Pero, independientemente de lo que ocurra en Faluya, ¿por qué no dar al fuertemente presionado Ejército y a los infantes de Marina estadounidenses que se encuentran en Irak un refuerzo masivo? Ciertamente lo merecen, en vista de la excesiva carga a la que está sometido su personal. El sábado 3 de abril, el corresponsal de The Guardian en Washington envió una preocupante y espeluznante crónica en la que indicaba que el Pentágono, sometido a enormes presiones para encontrar tropas para la campaña de Irak, está obligando a volver al campo de batalla a soldados que no se encuentran en las condiciones adecuadas. No se trata sólo de soldados que sufren tensión psicológica; algunos de ellos se están recuperando aún de lesiones cerebrales, cirugía de garganta y trastornos de espalda, con la consecuencia de que tienen que volver a la enfermería poco después de llegar a Bagdad. Si es así, es una noticia repugnante. Da a entender que los políticos han minusvalorado terriblemente los costes de esta guerra y resalta la necesidad de un refuerzo inmediato. ¿Por qué no combinar esos dos factores en uno? Al fin y al cabo, hay una gran fuerza de reserva disponible para ser desplegada en Irak y ansiosa por hacer que la operación estadounidense sea un éxito total. ¿Dónde está esa reserva no explotada?, se preguntarán ustedes. Naturalmente, reside en esas falanges de neoconservadores estadounidenses, gurús de derechas, periodistas radicales y expertos de fundaciones especializadas que hace 20 meses aseguraron al aturdido pueblo estadounidense y a sus políticos que la conquista de Irak no sería difícil, y que nuestras tropas estarían de vuelta en sus bases después de que se descubrieran las armas de destrucción masiva; que el pueblo iraquí daría la bienvenida a los liberadores estadounidenses en cuanto hubieran quitado de en medio al desagradable Sadam; que exiliados como Ahmad Chalabi serían recibidos con los brazos abiertos y asumirían rápidamente posiciones de poder, y que las dudas expresadas por el secretario general y por algunos miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas podían descartarse sin que eso supusiera desventaja alguna para Estados Unidos. Algunos neoconservadores llegaron incluso a afirmar que, una vez tomada Bagdad, las tropas estadounidenses podrían virar a la izquierda para marchar sobre Damasco, o a la derecha, para marchar sobre Teherán.

A este gran refuerzo lo he llamado la Brigada Wolfowitz, en honor al subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, que en general se considera la fuerza motriz intelectual que impulsa la iniciativa neoconservadora para aplastar a los países rebeldes y demostrar el poderío estadounidense. También es autor de la idea de que Estados Unidos debe mantener para siempre su primacía mundial, y por todos los medios necesarios. Y, sin embargo, si uno lee el perturbador libro de James Mann Rise of the vulcans; the history of Bush's war cabinet (El ascenso de los 'Vulcanos': historia del gabinete de guerra de Bush), Wolfowitz está claramente bien acompañado por huestes como Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Richard Perle, Douglas Feith y, a un nivel menor, toda esa enorme cantidad de partidarios de la política de fuerza que llenaron las ondas y las páginas de opinión en los meses previos a la guerra. También podrían reclutar y enviar a Irak a partidarios del "imperio estadounidense", como Max Boot y Niall Ferguson, ambos muy doctos en la experiencia imperial británica en Oriente Próximo y que animaron a Estados Unidos a seguir ese ejemplo. Mi propuesta es que deberíamos reclutarlos a todos, ponerles de uniforme y enviarlos al frente de Faluya y a otros. Vistos colectivamente, podríamos considerarlos un nuevo tipo de arma de destrucción masiva. Realmente aterrorizan a la gente. ¿Podría alguno eludir la movilización por causa mayor? No creo que la discapacidad o la edad avanzada debieran tenerse en cuenta; el Ejército alemán usó a muchos oficiales mancos o ya retirados para misiones de espionaje en la II Guerra Mundial. Sin embargo, el que alguno de ellos tuviera un hijo o una hija prestando servicio en Irak sería una excusa sólida, basándose en el principio establecido por el antiguo Ejército imperial ruso de que no se debía permitir que demasiados miembros de una misma familia se vieran expuestos a la lucha. ¿Pero cuántos de estos partidarios de envíos masivos de fuerzas estadounidenses al extranjero tienen realmente familiares cercanos en las trincheras?

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Naturalmente, estoy siendo irónico. Ninguno de ellos -ninguno- va a abandonar su cargo civil, sus grupos de estudios especializados, sus columnas fijas y sus lucrativas asesorías para unirse a la soldadesca en el terreno que rodea Bagdad. Ellos querían esta guerra. Ahora la tienen, y está resultando más sangrienta y cara de lo que nunca imaginaron. Pero, ¿ha dicho alguno de ellos públicamente que estaban realmente equivocados y lo sienten? ¿Ha dicho alguno que verdaderamente necesitamos a Naciones Unidas para que esto salga adelante? ¿Ha reconocido alguno de ellos el error, como hizo Winston Churchill después de su propuesta y fracasada operación de Gallipoli en 1915-1916, y solicitadovolver a combatir en el Ejército? No lo creo. Estos tipos no son capaces de admitir errores. De ahí las ondas sísmicas que se produjeron en Washington cuando Richard Clarke, ex director del servicio antiterrorista, se disculpó personalmente ante las familias de las víctimas de los atentados del 11-S. La afirmación hecha por Clarke de que en un principio el Gobierno de Bush había subestimado al terrorismo no sólo provocó ira; también despertó incredulidad por el hecho de que fuera necesario disculparse alguna vez por algo. A esta fuerza se le podría denominar también la Brigada del Orgullo Desmesurado, en completo rechazo.

Mientras tanto, estamos atascados en Faluya, en Tikrit, en Bagdad y en otros lugares, sin demasiadas pistas sobre qué hacer. La situación es tan confusa que hasta la mayoría de los que se oponen se mantienen en silencio; no podemos volver (es decir, huir sin más), pero no vemos una salida clara. Todas las críticas izquierdistas a lo que Jerry Bremen, administrador principal estadounidense, está intentando hacer me parecen mal enfocadas; tiene que potenciar la ley, el orden y la estabilidad. Pero el Gobierno al que representa, incitado por los "Vulcanos", subestimó completamente la tarea. Cuando los británicos entraron en Egipto para cambiar el régimen de dicho país en 1882, la oposición advirtió contra el "cautiverio de Gladstone en Egipto". ¿Cómo conseguiremos nosotros escapar del cautiverio de Bush en Bagdad? Incluso aunque Kerry lo sustituya, ¿cuál es el plan? De alguna manera, tendremos que encontrar esa solución, probablemente siendo menos unilateralistas que antes, probablemente llegando a un compromiso sobre nuestra proclamada insistencia en proporcionar a Irak una democracia plena e inmediata. Pero será un tema difícil, gobierne quien gobierne. Aun así, el dolor, las adversidades y el coste podrían parecer más soportables, y más tolerables, si observásemos al menos ciertos signos de arrepentimiento público por parte de los muchos ardientes guerreros de sillón de la Brigada Wolfowitz que, ahora mismo, parecen extrañamente callados.

Paul Kennedy es catedrático Dilworth de Historia y director de Estudios de Seguridad Internacional en la Universidad de Yale, y autor o editor de 16 libros, entre ellos Auge y caída de las grandes potencias. Traducción de News Clips. © Tribune Media Services International, 2004.

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