'El fantasma de Canterville', de Oscar Wilde
EL PAÍS ofrece mañana, lunes, por 1 euro, el irónico e inteligente relato gótico del escritor irlandés
Los fantasmas y sus derivados espúreos los fantasmones viven en todas partes; pero la nobleza de la especie está, desde tiempo inmemorial, acantonada en Inglaterra. Por lo general, los fantasmas fetén son inofensivos y si de algo pecan es de ser pesados y a la postre aburridos. Los ingleses saben tratarlos de la mejor manera posible, con humor y resignación. Trasplantados a otros climas se vuelven sanguinarios, truculentos y molestos. El nuestro, El fantasma de Canterville, es de la mejor estirpe. Su árbol genealógico se remonta al siglo XVI y está adornado de todas las virtudes que su alta alcurnia presupone. Cumple sus funciones con probidad, porque nuestro fantasma es un fantasma en toda regla. Se trata de un viejo aristócrata con algunas cuentas pendientes, que aterroriza concienzudamente a los habitantes de su castillo, se mueve en un decorado codificado por el uso, con su banda sonora habitual de cadenas y ulular de gritos nocturnos, está maquillado como Dios manda para producir miedo y hay, naturalmente, un cementerio al fondo, un coche fúnebre, la luna y un ruiseñor. Y, como todos los fantasmas ingleses, es un desgraciado, condenado a realizar un trabajo que no le gusta, agravado por la llegada de unos intrusos que para más escarnio son norteamericanos, que no le dejan en paz con su realismo práctico, su moral impositiva y su engreída superioridad.
Es una narración modélica en su género. Divertida, sorprendente, sutil y bruñida como un espejo
Digamos que es una narración modélica en su género. Divertida, sorprendente, sutil, muy wildeana y bruñida como un espejo que tiene más profundidad de lo que pudiera parecer a primera vista. Para alcanzar ese prodigioso equilibrio se suman dos ingredientes literarios: el cuento de fantasmas y Oscar Wilde. Esta original creación viene a confirmar una vez más el dicho de D'Ors de que lo que no es tradición es plagio. Con la larga tradición del cuento de fantasmas, Wilde, del que se ha llegado a afirmar que realmente su valor literario se apoya sobre todo en las narraciones cortas -"el maravilloso don de narrador", que decía G. B. Shaw-, ha tejido una deliciosa miniatura, sin un fallo en su composición. No es una obra maestra, sino una joya y no es una metáfora deslumbrante, sino un adjetivo precioso.
El pobre "fantasma de Canterville" nació bien arropado en la edad de oro del género, la época victoriana, coetáneo de los grandes autores irlandeses de la literatura fantástica, John Sheridan Le Fanu, Bram Stoker y M. R. James, que curiosamente estudiaron en el Trinity College, de Dublín, donde también estudió Wilde. En este clima se originaría nuestro querido fantasma, tratado con ternura y humor, como correspondía a las leyes del género, hijo tardío del Romanticismo, versión atenuada de los vampiros y última encarnación de la ghost story, "corta, realista y ligeramente humorística", como la califica el Dr. Llopis, el mejor especialista español del tema.
Con esta línea genealógica, la estética wildeana encontró en los cuentos, al margen del relumbrón de sus comedias, sus poemas autobiográficos y su Dorian Gray, su más original forma de expresión, en la que se conjugaban su consabido decadentismo y su ingenio iconoclasta, que nos hace olvidar su frecuente tentación de la frivolidad. Su eruptiva imaginación, embridada por la preceptiva brevedad del relato y asistida por los asombrosos recursos de su verbalidad desbordada, logra esta criatura literaria, narrativamente perfecta y divertidamente crítica. Porque ésta es otra. Las aventuras de nuestro "fantasma" ofrecen una segunda lectura, que va más allá de su ocasional encasillamiento genérico. Hay en su planteamiento y en su desarrollo una veta crítica de la cultura norteamericana, puesta en ridículo y objeto de ironías, que van desde la solfa de la manía publicitaria -¡ya a finales del XIX!- hasta las burlas del tópico carácter americano, emprendedor y expeditivo, que chocaba con las costumbres europeas. No obstante, este desprecio se redime por una angelical criatura, de la mejor América, que naturalmente se casa con un inglés y actúa de hada madrina del embrollo argumental para salvar al fantasma de la maldición que le persigue.
Pero esta presentación quedaría incompleta si no recordara algunas gracias verbales del texto, previsibles en Oscar Wilde y que hacen más atractiva su lectura, como, por ejemplo: "[los ingleses] lo tenemos todo en común con América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer", o "sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era perfectamente sensato" o, finalmente, "conozco" -habla un americano- "infinidad de personas [americanas] que darían cien mil dólares por tener antepasados".
Babelia
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