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Solidaridad y memoria con la inmigración latinoamericana

Los países de la Unión Europea parecen decididos a cobijarse detrás de una fortaleza jurídica para impedir el ingreso de pobres de otras latitudes que reclaman una oportunidad para rehacer su vida. Esa política denuncia la desmemoria de naciones que fueron protagonistas de masivos movimientos migratorios a lo largo de la historia.

Vivimos la era de la globalización, una nueva etapa en nuestra civilización que impulsa la libertad de movimiento a través de las fronteras nacionales para los productos y para los factores de producción. A tono con esa transformación se ha mundializado prácticamente todo; desde la economía, pasando por los negocios, hasta, por ejemplo, los hábitos de consumo y de entretenimiento. Pero, paradójicamente, esa tendencia no alcanza a los seres humanos porque el modelo político vigente para esta nueva dinámica global reprime sus expectativas migratorias, los fija a su entorno, los limita a su espacio de carencias y desesperanza.

El derecho a la migración que asiste a todo ser humano fue reconocido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (ONU, 1948), que en su artículo 13 estableció: "Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país".

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Es evidente que ignorar esa prerrogativa significa frustrar las expectativas de progreso a millones de personas, y esa situación, en momentos en que se destacan las ventajas que representan la libertad de movimientos para los factores y agentes económicos, es un hecho de flagrante injusticia que provoca exclusión, genera resentimiento y alienta reacciones identitarias extremas.

Argentina es un país que se ha edificado con la contribución del masivo desembarco migratorio que tuvo lugar hasta mediados del siglo pasado. Entre 1850 y 1940 acogió a unos 6.600.000 europeos, predominantemente de origen español e italiano, aunque también lo hicieron franceses, británicos, alemanes, rusos y polacos, así como inmigrantes de países de Medio Oriente y de otras naciones de Suramérica. Según estudios oficiales y privados, más de la mitad de ellos se radicó definitivamente en el país. En menos de medio siglo, la población prácticamente se quintuplicó. De un millón ochocientos mil habitantes en 1870 se elevó a más de ocho millones doscientos cincuenta mil en 1915. Los inmigrantes aportaron el 43% de ese crecimiento.

Se estima que alrededor de 40 millones de personas abandonaron Europa entre 1880 y 1930. Argentina recibió al 12% de ellos entre 1871 y 1915. Hasta 1860, los flujos migratorios más numerosos desde ese continente los habían protagonizado ciudadanos británicos y alemanes. En cambio, en la segunda mitad del siglo XIX predominaron los inmigrantes arribados desde Italia, España y de países eslavos. Entre 1871 y 1912, el saldo migratorio en Argentina -diferencia entre ingreso y egreso de personas- fue de 2.852.400 personas. Sólo si tomamos como referencia el periodo 1906-1914, dicho saldo ascendió a 991.600 personas. El 80% de ellos eran italianos y españoles, procedentes en su mayoría de áreas rurales.

Ellos, como les ha sucedido a la mayoría de los emigrantes en cualquier momento de la historia, tuvieron que sobrellevar el drama propio de su situación: el dolor por la separación familiar y de su entorno, así como la angustia por lo desconocido, sentimientos que, uno puede imaginar, apenas podían mitigar con la esperanza de ofrendar a sus hijos un futuro mejor.

Creo que es necesario realizar este repaso en momentos en que la mayoría de los ricos y prósperos países de la Unión Europea parecen inclinados a encerrarse, a plegarse sobre sí mismos, e ignorar la demanda de quienes desde afuera, acosados por la pobreza, piden una puerta abierta para rehacer su vida y contribuir con su esfuerzo a la pervivencia de ese espacio de bienestar.

Miles de argentinos han emigrado durante las últimas cuatro décadas impulsados por dictaduras militares que restringían al mínimo su espacio de libertad y, consecuentemente, sus posibilidades de realización personal. Y recientemente lo han hecho expulsados por la peor crisis económica, social y política en la historia del país. Como era previsible, la mayoría de ellos orientó su destino hacia los países que, por lazos de descendencia familiar, sentían más cercanos: España e Italia.

Pero se encontraron con requerimientos legales que limitaron sus posibilidades de ingreso y residencia. Sus expectativas chocaron con políticas que restringen los derechos del inmigrante, lo degradan e incorporan a categorías abstractas, peyorativas, que lo deshumanizan, del tipo "ilegales", "indocumentados" o "sin papeles". Los inmigrantes argentinos que han sufrido esa realidad han experimentado un justificado sentimiento de decepción, de falta de solidaridad y reciprocidad.

Los movimientos migratorios son una realidad que se ha mantenido vigente, constante, a lo largo de la historia. La experiencia nos dice que siempre han terminado por confluir en una nueva identidad colectiva, construida a partir de un conjunto de valores compartidos, que ha enriquecido a la sociedad de acogida. También, que al éxito de una política de inmigración le corresponde, siempre, el éxito de una política de integración. Son premisas que los dirigentes no deberían subestimar a la hora de abordar esta problemática. Mucho menos en países, como los europeos, que han visto cómo, durante siglos, su gente buscó y encontró cobijo en latitudes donde tuvieron la oportunidad de prosperar y satisfacer sus aspiraciones de bienestar.

Eduardo Mondino es defensor del Pueblo de la Nación Argentina.

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