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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Hace sólo 10 años

Hace ahora diez años que, ante la indiferencia internacional, se perpetró en Ruanda uno de los más terribles genocidios conocidos. Alrededor de 800.000 personas perecieron en tres meses, según estimaciones conservadoras. El pogromo de tutsis, uno de los tres grupos étnicos del encerrado país africano, no fue una acción espontánea. Fue cuidadosamente planeado durante meses por fanáticos hutus para perpetuarse en el poder, y esperaron el pretexto para ejecutarlo. La señal fue el derribo del avión del presidente Habyarimana, el 6 de abril de 1994, del que la mayoría hutu acusó a la minoría tutsi.

El mundo no se conmovió por lo sucedido en Ruanda. En muchas zonas del planeta, las noticias de las matanzas vertiginosas a machetazos y golpes de azada se recibieron con el desinterés que los países desarrollados reservan para las peleas entre tribus rivales. Prácticamente nadie recuerda el nombre de algunos de aquellos carniceros, comparables a los jemeres rojos camboyanos. El jefe del las tropas de la ONU destacadas entonces en el país lo acaba de resumir descarnadamente con la expresión "los ruandeses no importan".

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La ONU ha entonado con años de por medio su mea culpa ritual por su incapacidad para detener matanzas, como en Srebrenica (Bosnia, Europa) al año siguiente. Occidente pudo haber parado el exterminio de Ruanda con una modesta intervención militar, pero se desentendió. Bélgica, nefasta potencia ex colonial, recomendó disminuir las tropas de Naciones Unidas. EE UU, escarmentado de su experiencia somalí el año anterior, miraba para otro lado. Francia armaba regularmente a su cliente, el Gobierno exterminador.

El legado del histórico genocidio es abrumador para los supervivientes: una generación de huérfanos, de mujeres violadas, de enfermedades sexuales, de traumas atroces. Muchos de los instigadores de la afrenta se pasean libremente por países africanos o europeos. De aquellos hechos que avergüenzan al mundo desarrollado queda un tribunal penal ad hoc que después de varios años renquea en la vecina Tanzania, y cierta determinación, plasmada trabajosamente en la Corte Penal Internacional, para perseguir a los asesinos de masas.

Ruanda vive hoy en relativa paz, lo que no deja de ser un logro insólito, bajo la mano de hierro del partido del presidente Paul Kagame, tutsi del ejército rebelde en el exilio que detuvo el genocidio al ganar la guerra. Kagame nunca estará en el panteón de los demócratas, pero para los ruandeses la falta de libertad, un mal endémico, es menos importante que la posibilidad de convivir y comer. Para la comunidad internacional, sin embargo, hay un nuevo desafío africano en puertas: Sudán. Kofi Annan advirtió ayer de un genocidio potencial en la región occidental de Darfur, donde milicias árabes armadas por el Gobierno están expulsando de sus casas a cientos de miles de habitantes de la zona. Jartum rechaza cualquier intervención exterior y alega, como es habitual, que se trata de diferencias tribales. La ONU tendrá que decidir inmediatamente entre actuar o, una vez más, esperar y ver.

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