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Bush y Menem: vidas paralelas

George W. Bush ha influido más que ninguno de sus contemporáneos sobre las incertidumbres del presente y la corrosión del futuro. Extrañamente, algunos de sus rasgos evocan los del ex presidente argentino Carlos Menem. Disímiles en recursos oratorios, en capacidad militar y, sobre todo, en la vastedad de su poder, son sin embargo iguales en la facilidad para exhibirse como defensores de los intereses de sus países cuando, en verdad, están defendiendo los de sus familias y corporaciones. Establecer sus semejanzas morales puede ser un ejercicio útil en estos tiempos de valores confundidos.

Menem parecía más astuto y articulado de lo que suele ser Bush. Aunque se jactó de haber leído las obras completas de Sócrates, del que sólo sobreviven las líneas escritas por Platón, no cometió sin embargo errores tan llamativos como atribuir la contaminación ambiental a las impurezas del aire, lo que significa poner los efectos antes que las causas. Con el mismo denuedo y eficacia que el presidente norteamericano, insistió en negar por la noche las cosas que habia dicho por la mañana. Las evidencias de la realidad fueron, para los dos, sólo nubarrones de la metafísica.

Bush ha encontrado en la guerra preventiva un caldo de cultivo eficaz para defender como puede su decreciente popularidad. Las amenazas terroristas de Al Qaeda, en vez de amedrentarlo, lo oxigenan. Son, sin embargo, sus escaramuzas domésticas las que componen el retrato que más lo acercan al Menem que tan bien conocen los argentinos.

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En los últimos meses han aparecido al menos cuatro libros que refieren la telaraña de intereses que tienen a Bush como ejecutor y centro: uno, El precio de la lealtad, escrito por Ron Suskind, resume las ya célebres indiscreciones del ex secretario de Hacienda Paul O'Neill según las cuales la invasión de Irak estaba decidida desde el primer día de Gobierno; otro es el extenso ensayo de Kevin Phillips sobre la dinastía Bush, American Dynasty; un tercero, Big Lies, de Joe Conason, sirve filosamente a lo que promete el título: es un inventario de las sutiles armas de propaganda con las que el Gobierno distorsiona cualquier verdad; y un cuarto, Bushwacked, de Molly Ivins y Lou Dubose, describe con datos abrumadores la película de terror en que está convirtiéndose la vida cotidiana en los Estados Unidos.

Desde hace por lo menos tres generaciones, la familia Bush -según Phillips- se ha encaramado en el poder político para defender sus privilegios. Y, a diferencia de los Rockefeller y de los Kennedy, ha considerado que no debía dar nada a cambio: hay entre ellos gobernadores y hombres de negocios, ninguno de los cuales siente la menor inclinación filantrópica.

Tanto Jeb Bush, el gobernador de Florida que tan decisivo fue en la elección presidencial de su hermano, como otro hermano, Neil Bush, dice Phillips, recibieron créditos millonarios de bancos que luego quebraron, y en los laberintos de la burocracia vieron reducidas sus deudas a una décima parte, o a nada. Otro hermano, Marvin, se enriqueció después de la guerra del Golfo sirviendo en compañías norteamericanas asociadas con la familia real de Kuwait. El propio George W. sacó también provecho de las conexiones del clan en Medio Oriente. Según el libro de Phillips, una de sus primeras inversiones ventajosas fue Arbusto, una empresa en la que al parecer estaba involucrada la familia Bin Laden.

Arraigada en el noroeste argentino mucho después de que los Bush se establecieron en el sur de los Estados Unidos, la familia Menem también manifestó escasa vocación filantrópica y una pasión desmedida por los privilegios que confiere el poder. Hay señales abrumadoras de que algunos de sus miembros se beneficiaron al privatizarse las empresas del Estado y, en un par de casos, hubo denuncias -una de ellas publicada en la primera página de The New York Times- de que su representante más conspicuo recibió dinero por encubrir una de las mayores tragedias de la nación: la voladura en 1994 de la mutual judía en Buenos Aires que mató a 85 personas. Como ha sucedido con la familia Bush, el dolor y las matanzas podrían haber contribuido a mejorar las arcas de la familia Menem, o al menos así lo señalan indicios acumulados en el libro de Phillips y en la abundante literatura argentina sobre el tema.

Otros factores unen a los dos clanes: la negación de la realidad, la facilidad para salir bien librados de los aprietos legales y el desinterés absoluto por lo que podría pasar mañana con lo que se destruye hoy. Durante el Gobierno de Menem, una seguidilla de incendios inexplicados afectó la zona boscosa contigua a los lagos patagónicos. En los últimos meses de 2003, durante el Gobierno de George W. Bush, se anunció que las compañías mineras de metales preciosos podían apoderarse de todas las tierras fiscales que quisieran si eso beneficiaba sus búsquedas. A la vez, se las autorizó a arrojar los residuos -que son de alta toxicidad- en el área explorada.

Es el lenguaje, sin embargo, lo que más acerca a esos dos hombres. Menem ganó las elecciones de 1989 con ademanes y frases de alto contenido religioso. El discurso con el que Bush anunció el ataque a Afganistán, en octubre de 2001, estaba sembrado de frases tomadas del Apocalipsis, y de los libros de Job, Isaías, Jeremías y el evangelio de Mateo. No son citas aisladas. En la biografía de los dos personajes, la certeza de que una luz mística va abriéndoles paso asoma en cada gesto, en cada palabra. La realidad es como Dios quiere, pero lo que quiere Dios -parecen decir- coincide con lo que ellos quieren.

La vida política de Menem parece haber entrado en un ocaso sin fin. Bush, en cambio, aún podría influir sobre el porvenir del mundo con un segundo periodo presidencial. Si pierde, su estrella sin sustancia se apagará a un ritmo más veloz que la del argentino. Pero si gana, esa falta de sustancia, unida a su vocación guerrera, se extenderá como una mancha de aceite sobre todas las geografías. Bush parece poca cosa, pero el poder del que dispone es miles de veces más grande que él.

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