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Columna
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Errores en la lucha antiterrorista

No cabe controlar la amenaza terrorista sin corregir los graves errores cometidos. El primero y principal llamar guerra a la lucha contra el terrorismo, con lo que implícitamente se da por sentado que en última instancia son los Ejércitos los encargados de vencerlo. Cierto que la guerra de Afganistán y la segunda de Irak han tenido la virtud de derribar a los talibanes y a Sadam Husein, dos dictaduras brutales de las que por desgracia aún quedan bastantes. Pero nadie pensará que se pueda seguir con esta política humanitaria de ir liberando con intervenciones militares a los pueblos que sufren una dictadura brutal, entre otras razones porque ni la mayor potencia del mundo se lo puede permitir. Aparte de otras muchas razones jurídicas y políticas, el hecho contundente es que a mediano plazo Estados Unidos no podrá sostener los gastos que originan este tipo de guerras, que se ganan fácilmente, pero que dura mucho librarse del lastre que dejan al vencedor. La lección de Irak se resume en que la potencia hegemónica ya no llevará por sí sola este tipo de intervenciones. En el futuro sólo caben las patrocinadas por instituciones internacionales, como Naciones Unidas o la OTAN. Pero, no sólo resultan caras, es que tampoco valen para alcanzar el objetivo para el que se dice que se iniciaron: destruir Al Qaeda. El efecto ha sido el inverso, al haber desestabilizado aún más la zona, el terrorismo ha tomado más fuerza. El mundo no es más seguro después de la guerra de Irak, sino mucho más inseguro, como lo hemos sufrido los españoles en la propia carne.

Las armas atómicas hacen impensable una conflagración bélica entre grandes potencias; tampoco son concebibles guerras entre países medianos o pequeños, con una soberanía compartida, al ser dependientes unos de otros en una red de intereses comunes que elimina la posibilidad real de desencadenar guerras. Las que perviven, cierto que en lamentable abundancia, son guerras civiles, guerras internas, a las que no faltan apoyos externos, o bien, intervenciones militares de las grandes potencias en zonas de interés estratégico, y ambos tipos poco tienen que ver con la guerra en el sentido convencional.

La fuente principal del terrorismo proviene, justamente, de la enorme desproporción de las fuerzas en juego, que conlleva que los que se sienten oprimidos piensen que no podrían alcanzar de otra forma objetivos a los que no están dispuestos de ningún modo a renunciar. En la segunda mitad del siglo XIX en algunos países (Rusia, España) en los que se mantenía la servidumbre del campesinado, surgió el terrorismo como expresión de la impotencia de grupos anarquistas, que creían que tenían que actuar contra el orden establecido, a la vez que daban por supuesto que no podrían hacerlo de otra forma. Fanatismo e impotencia engendran el terrorismo. En los años setenta, en Alemania, Italia, España, a partir del mismo sentimiento de estar obligados a actuar y no poder hacer nada, pequeños grupos de iluminados recurrieron a un terrorismo que resultó débil y de corta duración, con la excepción del País Vasco, donde pervive por su vinculación a la cuestión nacional, más hosca y movilizadora que la cuestión social, base de las reivindicaciones en los otros dos países.

Si la lucha contra el terrorismo nada tiene que ver con la guerra en cualquiera de sus tipos, el segundo y más grave error es pensar que es posible ganarla, recurriendo a métodos terroristas. El terrorismo de Estado, no sólo es tanto o más condenable que las demás formas de terrorismo, sino que, al igual que las intervenciones militares, en vez de erradicarlo, no hace más que extenderlo y perpetuarlo. No cabe avanzar un milímetro en la lucha contra el terrorismo integrista islámico mientras los países occidentales, empezando por EE UU, no impidan el terrorismo de Estado que practica Israel. Combatir con eficacia el terrorismo exige antes eliminar el terrorismo de Estado en el mundo entero. Conviene pararse a reflexionar por qué no se cae en la cuenta de algo tan obvio.

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