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Columna
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¿Quién manda aquí?

En su última novela, La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos, el austriaco Peter Handke cuenta la historia de una mujer que viaja a España para contratar a un escritor que cuente su vida. Él acepta el trabajo. En su última novela, Elizabeth Costello, el último premio Nobel, el surafricano J. M. Coetzee, cuenta la historia de una escritora que, en un momento dado, acepta dar unas conferencias o talleres literarios en un barco, a cambio del pasaje, la comida, un camarote de primera clase y un sueldo más o menos decente: no es un gran trabajo, en realidad, pero ella siempre quiso hacer un crucero. En su última novela, Salto mortal, otro premio Nobel, el japonés Kenzaburo Oé, cuenta la historia de una secta religiosa entre cuyos nuevos fieles está el joven Ikúo, un artista frustrado que, a lo largo del libro, hace de modelo para un pintor, chófer, secretario, guardaespaldas y, entre otras cosas, monitor de natación, todo ello para sobrevivir mientras encuentra su lugar en el mundo. Está claro que no hay más que leer esas tres novelas recientes -o, si prefieren echar la vista atrás, la Autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein, donde le proponían a la autora dedicarse a visitar las casas de los ricos ofreciéndose a inmortalizarlos en un retrato literario- para darse cuenta de lo difícil que es, por lo general, ganarse la vida y la cantidad de concesiones que debemos hacer las personas de todo tipo si queremos seguir estando aquí, en la mitad iluminada de nuestras vidas, en lugar de hundirnos en su mitad oscura: como se sabe, la vida de casi todo el mundo es un espacio partido en dos por la palabra hipoteca.

Pero si hay un trabajo en el que sea obligatorio mirar para otra parte o hasta hacerse el ciego, ese trabajo es el de ser policía o militar, porque ahí entra otro concepto que va implícito no sólo en la paga sino también en el uniforme, y que es el de la obediencia debida. Eso es: si llevas con un uniforme de militar o policía, tu trabajo consiste en cumplir lo que te manden los que llevan una estrella en el hombro, que a su vez obedecen las órdenes de los que llevan dos, que obedecen a los de tres y éstos a los de cuatro, éstos a los de cinco y así hasta llegar al que no lleva uniforme, ni estrellas sobre el hombro, ni medallas en el pecho, pero sí una cartera en la que está escrita la palabra ministro, alguien que puede causar la catástrofe medioambiental del Prestige o reconquistar Perejil, pero que a su vez obedece las órdenes de otro que responde a la palabra presidente. O sea, que uno puede pensar en lo que se llama cadena de mando, en el efecto dominó o, según las circunstancias, en esa frase tan bonita que dicen los franceses: cuanto más alto trepa el mono, mejor se le ve el culo. Dicho sea, naturalmente, con todos los respetos.

En estos días hemos visto y oído, que diría Haro Tec-glen, dos ejemplos de esa secuencia de mando. El último, el sargentazo del presidente saliente con las tropas españolas que iban a hacer el relevo a Irak. En un montaje destinado a que se sepa quién manda aquí todavía, se hizo ir a los soldados al aeropuerto y, cuando ya se habían despedido de la familia y estaban a punto de embarcar, se les hizo volver a sus cuarteles, hasta que el próximo presidente obedeciera al presidente en funciones y le mandase una carta autorizando, con su firma, ese relevo de tropas. Cuando el próximo presidente obedeció al presidente en funciones, éste dio su orden al ministro, que se la dio al militar de cinco estrellas, que se la dio al de cuatro estrellas... así hasta los soldados, que volvieron a subir al avión.

El segundo ejemplo no tiene ni gracia. Es esa historia turbia denunciada por un fiscal de Madrid que habla de operaciones policiales propagandísticas. ¿Que vienen elecciones municipales y autonómicas? No hay problema: se manda a unos cuantos policías a hacer redadas y así se da una sensación de seguridad, de eficacia en la lucha contra el crimen. Se detiene a doscientos inocentes y luego se los deja libres. Etcétera. ¿Es eso cierto? Se ha dicho y oído que algunos policías no se atrevían a mirar a la cara a los inmigrantes que les obligaban a detener en sus casas, mientra cenaban con su familia. No me extraña. Ahora, lo que hace falta es ir mirando las fichas del dominó de atrás hacia delante. Y llegar al que dio esas órdenes. Y llevarlo a un juzgado. Hay órdenes que no pueden quedar impunes.

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